martes, 31 de octubre de 2017

Wonder: La lección de August (para nosotros)

Hace poco terminé de leer Wonder, de R. J. Palacio. Una lectura agradable, amena, pero que va más allá en el tema del acoso escolar, que hemos tratado en distintas ocasiones en el blog con anterioridad. Además, hace unos meses también reseñamos otra obra, de carácter autobiográfico, de Lolita Bosch: La rabia. Incluso me permití una incursión en la ficción, dentro de las características del blog, El sueño de Jorge, sobre el acoso cotidiano en las aulas. Por tanto, es un tema ya tratado en estas páginas, porque tiene gran importancia en el entorno escolar.
Imagen de la portada, en thenotebook.org
Wonder, como ya sabréis, cuenta la historia de la familia Pullman, compuesta por Neil, Isabel -padres-, Olivia y August, los hijos. Todos viven en una zona de Nueva York, North River Heights. Intentaré dar unas pinceladas sobre la trama, pero sin destripar ni desvelar demasiado, para que los que no hayáis leído la obra podáis hacerlo con la suficiente dosis de curiosidad y de interés. Aprovecho para decir, permitidme la digresión, que el castellano tiene muchas y variadas maneras para referirse a chafar una historia, y ya he usado tres, sin recurrir al estúpido anglicismo spoiler, o la extraña construcción *hacer spoiler. O sea, que trataré de no reventar la trama. Y ya van cuatro.
He leído Wonder en una edición en catalán, con una traducción un tanto localista (muchos giros propios de Barcelona, en mi opinión), que ha respetado, entiendo, el carácter coloquial de los diálogos y de muchas intervenciones escritas en primera persona. Ese es uno de los rasgos definitorios de la novela: cada personaje juvenil o infantil da su versión de la historia de Auggie, que es parte de su propia historia. 
Auggie Pullman, cuya vida constituye el hilo conductor de Wonder, tiene una rara enfermedad que ha desfigurado su cara hasta darle un aspecto muy poco agraciado, que puede causar repulsa cuando se le ve. Hasta los diez años ha vivido en la comodidad de su casa, sometido a diversas operaciones y a tratamientos médicos prolongados en el tiempo. Su madre le ha enseñado a leer y escribir, y las nociones de cálculo y de ciencias adecuadas a su edad. Pero claro, llega un momento en que los padres se plantean que August ha de ir al colegio. A secundaria, que tiene una estructura un tanto distinta en EE. UU. Tras mucho pensar, se inclinan por la Beecher Prep School, una institución privada que apuesta por la inclusión (sí, eso puede sonar a ficción en España).
Y ahí arranca la historia, que nos cuenta, desde distintas perspectivas, un año de la vida de Auggie, sus miedos, esperanzas, desengaños, fortalezas y alegrías en el primer año de secundaria. Encontramos compañeros y amigos como Summer, Jack, Charlotte... Otros menos comprensivos e incluso agresivos. También está la hermana mayor, Via, y su novio, y sus amigas de ida y vuelta. Entre unos y otros, tejen un relato bien enlazado, original en su estructura, que huye de sentimentalismos -por lo general- y mantiene el interés a lo largo de las cuatrocientas veinte páginas de la edición que he leído.
Lo mejor de la historia, a mi entender, es que August es consciente de su enfermedad, de su aspecto, y es capaz de apostar por la normalidad -con altibajos, con sufrimientos- de la escolarización. Es decir, es carne de acoso por motivos evidentes. Sabemos, por experiencia, que los distintos lo pasan mal en el cole: los altos, los bajos, los gordos, los muy inteligentes, los poco inteligentes, los que llevan gafas (quizás antes más que ahora), los que no juegan a fútbol, los tímidos, los que hablan mal, los... Podríamos seguir enumerando. También sabemos que lo normal es ser distinto. No existe un alumno "normal" en sentido estricto. Hay alumnos a los que conocemos más, o que se dan más a conocer. Es cierto que muchos, si no todos, quieren agradar, al menos en primaria, y quieren ser reconocidos cuando hacen las cosas bien. Y también es verdad que algunos buscan destacar por medios alternativos a los académicos. Y ahí está nuestro trabajo docente, tan importante como el desarrollo curricular de la clase (porque convivir también está en el curriculum, aunque tal vez no aparezca en el libro de texto de lengua).
En la historia de Wonder, subtitulada "La lección de August", podemos encontrar los personajes propios de un acoso escolar, también entre los adultos y sus reacciones. Sobresalen el director, un hombre dedicado a la educación más allá del mero trámite, y el profesor de lengua, el señor Browne, quien propone un lema mensual a su alumnado, para que reflexionen sobre el mismo por escrito. Los caracteres están bien descritos y, sobre todo, son creíbles. En fin, creo firmemente que merece ser leída, antes de que se estrene la adaptación al cine, película anunciada para diciembre, y que también promete; será un gran instrumento para trabajar y prevenir el acoso escolar, tan injusto y tan invisible en ocasiones. Esta obra, además, permite que alumnos de finales de primaria o primer ciclo de la ESO la lean sin demasiada dificultad, como me consta que están haciendo en algunos centros con docentes inquietos.
Termino con uno de los lemas del señor Browne, que toma prestado de Safo de Lesbos:

Lo que es bello es bueno, y quien es bueno, también llegará a ser bello.

La lección de August, sin duda.

sábado, 7 de octubre de 2017

El aula: lugar vivido... ¿Espacio pensado?

El curso pasado se jubiló un compañero de centro, tras casi veinte años en nuestra escuela. Como ocurre tantas veces, pasó esos años en un determinado ciclo, el tercero, ahora desaparecido, gracias a la LOMCE, y que correspondía a quinto y sexto de primaria. Veinte años con alumnado de la misma edad, contenidos parecidos, evaluando y enseñando lo mismo. No lo quiero para mí, obviamente. En los quince cursos que llevo en esta escuela, he dado clase a cinco niveles distintos. Nunca más de seis años en el mismo ciclo. Desde que soy director, he dado clase -sin tutoría- a todos los ciclos. Este año, cuatro niveles distintos. Es mi opción, sin duda. Pero también hemos querido que cambie el centro, y así, no se podrá pasar más de seis años en la misma franja de edad -ahora que, como hemos dicho, no hay ciclos- y se favorecerá el paso de unas edades a otras. Además, se estará dos años con el mismo grupo, independientemente de cuándo se empiece. Es decir, se podrá tener cuarto y quinto, segundo y tercero... Este tema es delicado, y llegar a consensos no es lo más sencillo. 
Otro factor de estabilidad -no sé si de estancamiento- es el uso de una determinada aula durante mucho tiempo. De hecho, este artículo viene motivado por un pensamiento que me vino el otro día, mientras daba clase en el aula que ocupaba este compañero jubilado, y que ahora pertenece a otra docente, mucho más joven. Tras tantos años en ese lugar, ahora no quedaba rastro de su paso: otra disposición, más orden, renovación de espacios... De hecho, parecía otra aula. Va a ser verdad aquello de que conocemos al maestro por cómo distribuye su aula. Y que, a rey muerto, rey puesto, sobre todo en la escuela, esa institución tan resistente.
En la actualidad, vemos que se está extendiendo la reflexión sobre el uso del espacio escolar, el equipamiento, tanto desde lo arquitectónico como desde lo organizativo. Hay quien habla de "el tercer maestro", es decir, una influencia decisiva sobre el aprendizaje que puede plantearse de modo consciente. El término "tercer maestro" hace referencia a la experiencia de Reggio Emilia, que consideraba fundamental el ambiente del aula, y que apostaba por la presencia de dos maestros en clase al mismo tiempo, siendo la organización del espacio el tercero.
La influencia de la escuela Reggio Emilia se ha visto, sobre todo, en la etapa infantil, abierta tradicionalmente a la innovación y experimentación, tal vez porque no está tan sometida a la evaluación formal (no hay exámenes) y porque su curriculum agrupado en áreas permite más libertad metodológica -aunque, como hemos defendido tantas veces aquí, siempre hay espacio para plantear otras metodologías en cualquier etapa. Ya se habla de educar por ambientes, y los rincones hace tiempo que aparecieron y se popularizaron en las aulas de infantil. ¿Y en primaria?
La escuela tradicional, la que hemos vivido en España durante gran parte del siglo XX, no ha reflexionado, por regla general, acerca del espacio escolar. Y eso, a pesar de tener argumentos a favor, como la amplitud y altura de las aulas, que permitían diversas combinaciones del mobiliario, además de aportar abundante luz natural. Las escuelas construidas durante la República, por ejemplo, son todavía un modelo.
Ejemplo de circulación en una biblioteca escolar, en
http://www.ite.educacion.es/formacion/materiales/
8/cd_2013/m1_3/organizacin_del_espacio.html
Recuerdo con afecto mis clases de EGB, espacios amplios y soleados, pero sin otro foco de atención que la mesa del maestro, la pizarra... y eso que ya eran los setenta. A mí la muerte de Franco me pilló en segundo. Toda una transición, también en las escuelas. Hemos evolucionado, sin duda, aunque no sé si siempre en el buen camino. Una de las dificultades que encontramos es la imparable y continuada disminución del tamaño de las aulas, en una racanería difícil de entender en los poderes públicos, tan dados a derrochar en otros ámbitos, como bien sabemos los valencianos y españoles en general (tenemos más aeropuertos que Alemania con la mitad de población). Pues no hay manera: se escatima en las dimensiones de la clase, de tal modo que se complica disponer el mobiliario de manera alternativa, en forma de u o en equipos: no caben, es complicado pasar entre mesas... En fin, no se ha pensado en el aula como lugar. Y así es como lo viven nuestros alumnos. Y nosotros, los enseñantes.
No conozco a ningún docente a quien se haya preguntado para construir una escuela o instituto. Probablemente, porque no existan. Evidentemente, los docentes no somos arquitectos, pero podemos decir lo contrario: los arquitectos no dan clase, ni saben qué se necesita en un aula y en un centro. Pero eso ya nos viene dado: a ver cómo negociamos con el espacio, porque no podemos -todavía, ni creo que podamos- tirar tabiques o llevar a cabo acciones similares. Pero sí es posible jugar con el mobiliario, con los colores, con los estímulos... Cuestionar las cosas. Y en ese sentido, disiento de aquellos que mantienen siempre la misma estructura de clase, sea ésta en equipos, en filas, individual... o incluso en forma de u, que me convence mucho. Creo que es bueno, favorable al aprendizaje, ir alternando maneras de disponer el aula y su organización. Y que los alumnos puedan adaptarse. Asimismo, hay que valorar el resultado que esa manera de organizar tiene en el alumnado. Recuerdo que, en el segundo trimestre del curso pasado, el tutor de un grupo de mi centro puso a los alumnos en equipos... todo el trimestre. Una clase con facilidad para hablar y despistarse no aprovechó esa disposición de mobiliario, sino que sirvió para bajar el rendimiento, la atención y los resultados, al menos en matemáticas, mi asignatura. Una vez más, se demuestra que las ocurrencias no son buena base para la enseñanza. No se trata de probar por probar, sino de com-probar la incidencia del ambiente, más aún si se organiza con una finalidad concreta. Poner al alumnado en equipos pero no favorecer el trabajo cooperativo no tendrá, per se, demasiado impacto en el devenir del grupo-clase.
En conclusión, conviene poner el espacio en el debate didáctico. Porque en la realidad de las aulas ya está presente, configurando -a favor o en contra- el aprendizaje de nuestro alumnado.

Sobre IA en educación: reflexiones desde Vila-real

  A principios de marzo se celebraron unas jornadas educativas en Vila-real, localidad donde trabajo desde hace ya cuatro cursos. El tema er...