sábado, 10 de noviembre de 2012

Imágenes de la educación (y 3)

Concluimos la serie de artículos dedicados a las metáforas o imágenes de la educación. En los dos anteriores, hemos tratado la educación como edificación y como fábrica. En esta ocasión, proponemos utilizar la imagen del centro comercial. Es, si se quiere, un tanto más arriesgado, puesto que las metáforas ya explicadas tenían una base en la tradición pedagógica, mientras que ésta supone, a mi entender, ir un paso más allá. 
En un principio, pensé en hablar de establecimiento o comercio. Me remito a las explicaciones dadas en el primer artículo acerca de las reticencias que esta comparación puede suscitar; la educación no es un negocio, ni la argumentación que propongo va en esa línea. Es otra la intención que guía esta reflexión.
La escuela como centro comercial
Supongamos que estamos en un comercio, o mejor, en un centro comercial. Estos espacios son más que lugares para adquirir productos: se han convertido en el lugar de socialización para muchos adolescentes y jóvenes, que pasan allí gran parte de su tiempo de ocio, paseando, yendo al cine, consumiendo en definitiva. Se ha criticado esta monetarización del tiempo de ocio, el vínculo que une tiempo libre y consumo.  Obviamente, otros no pueden acceder a estos entretenimientos, porque no tienen recursos económicos que se lo permitan. Son los excluidos de que habla Bauman. Ciudadanos pero no consumidores.
Pero, este centro comercial es peculiar. Los dependientes atienden de mala gana a los clientes (más de lo habitual, habría que decir) y muestran disgusto cuando han de mostrar género que no está a la vista, sea una chaqueta o un reloj. En lugar de abrir a horas que se adecuen a las necesidades de la clientela, prefieren terminar temprano y cerrar el negocio a media tarde, por ejemplo. El horario es inflexible. No se abre en días de fiesta, ni se incrementa el personal en vísperas de celebraciones como navidad o pascua, en los que aumenta el consumo y el número de visitantes. 
Además, no se admiten tarjetas ni devoluciones. Las reclamaciones se aceptan con desgana, normalmente tras una acalorada protesta con la consiguiente discusión. Por último, los dependientes se pasan el día hablando entre ellos y criticando sin pudor a los clientes, presentes o ausentes. 
Supongo que ninguno de nosotros acudiría por propia voluntad a un centro comercial que funcionara de la manera anteriormente descrita. Estamos acostumbrados a otros modos, más amables, más centrados en satisfacer al cliente. Esos espacios en que se asesora, se ayuda a elegir sin ser pesados o presionar demasiado para que elijan sin estar convencidos, en los que se respeta al cliente y se tiene siempre una sonrisa en la boca, o al menos, un trato educado. También conocemos lugares así: son aquellos en los que nos gusta comprar, o merodear, si nuestra economía no nos permite adquirir productos. La música ambiental no agrede, los colores nos confortan... 
Bien, hasta aquí la metáfora. El centro educativo, la escuela, y el propio sistema, pueden compararse con estos modelos -bien distintos- de centro comercial. El primero, si somos sinceros, no parece creíble: un trato tan desconsiderado con los consumidores tendría consecuencias nefastas para el negocio comercial. Y vendría el cierre. El segundo, sin embargo, funcionaría con buenos resultados, a pesar de la crisis, porque cuidan lo más importante: la clientela. Y, evidentemente, lo que ofrecen también tiene interés, es buen género. En conclusión, un modelo lleva al éxito -o al mantenimiento, al menos, que no es poco- y el otro conduce a la ruina, a la bancarrota. 
Las escuelas también pueden mostrar un patrón de conducta parecido. Ahí está la base de la metáfora. Tratar a los padres con el respeto que merecen los clientes de un comercio. Esa es una opción. Considerar que la escuela es un establecimiento que ha de cuidar, atender, buscar el bienestar de los que allí acuden: alumnos primeramente, y padres después. Cambiar la visión que se tiene del servicio que se da. Esa es la clave: pasar de una mentalidad funcionarial a otra, más lógica, de servicio público. Hay que relativizar dos seguridades que tenemos en la escuela pública: la estabilidad laboral y económica que nos da la plaza ganada por oposición, por una parte, y la asistencia obligatoria del alumnado según zona; nunca faltarán clientes. Esos dos factores, combinados, no pueden convertir la escuela en un ámbito ajeno a la participación, encerrado en sí mismo, sin nada que ofrecer de interés a los que -obligatoriamente- han de acudir a ella. 
Los padres no pueden ser vistos como una obligación engorrosa del oficio de enseñar. No pueden ser objeto de todas las críticas y ser el origen de todos los males. Una cultura de la queja extendida en los centros los culpabiliza a priori. Sabemos que hay problemas. Sabemos que la inestabilidad es una seña de nuestro tiempo, y afecta a las familias. Hay progenitores que se sienten superados por la paternidad, enfrentados a una problemática más compleja y difícil de manejar. Hay padres que han abandonado o relajado mucho sus funciones de control sobre el rendimiento académico de sus hijos. Lo sabemos. Pero eso no significa cerrarles las puertas, o aceptar su presencia a regañadientes. Si algunos vienen muy poco, un trato considerado puede animarles a cambiar. Hay que dar facilidades.
En ese sentido, se flexibiliza el horario de atención, porque lo que interesa es que acudan al centro. Se puede quedar a una hora distinta de la marcada en el horario escolar, si a los padres no les es posible acudir. No todos pueden pedir permiso a las doce de la mañana en una empresa privada. Las reuniones trimestrales de carácter colectivo, además de celebrarse -muchos centros sólo hacen una al inicio y final de ciclo, incumpliendo la normativa al respecto- habrían de buscar un horario que permita la máxima afluencia de padres. A las doce del mediodía no parece la hora más adecuada. Y esas reuniones son fundamentales: en ellas, el docente puede dar razón de sus actos, dar respuesta -es decir, responsabilizarse- ante los padres, que se convierten en un público y transforman el aula en un espacio de diálogo entre adultos. Y es en ese ámbito en el que puede cimentarse una relación de respeto y de confianza. Es el momento para "mostrar lo que no se ve", es decir, explicar la práctica, los problemas y los logros, los proyectos... También para tratar las diferencias, superando los posibles recelos que surjan y los problemas detectados a nivel de grupo. La visibilidad permite el conocimiento mutuo, el acceso a la información. 
Al igual que el centro comercial, si quiere tener éxito, ha de cuidar su imagen, la escuela, si quiere ganar prestigio social, ha de mejorar su aspecto; y esto se consigue mostrando lo que se hace, haciendo visible la realidad de las aulas. Y si lo que se hace en clase no merece ser mostrado o, peor aún, no puede ser mostrado, hay que cambiarlo. Si las prácticas en que se basa la convivencia en el aula no pueden ser sostenidas públicamente, por anticuadas, injustas, o poco fundamentadas en la pedagogía, han de ser revisadas y, si es el caso, abandonadas. ¿Cómo justificar, en 2012, que un alumno copie cien veces la misma frase? Ni en 2012 ni en 1982, cuando terminé EGB. Pero hoy en día, la obsolescencia de algunas prácticas que se mantienen es escandalosa. 
En conclusión, la escuela que no evoluciona porque sus docentes tienen asegurada la clientela -les guste o no acudir, esa es otra cuestión- y no gestiona adecuadamente la atención al público que atiende, además de perder alumnos (cuyos padres intentarán llevarles a otros centros del modo que sea) no está cumpliendo su papel de servicio a una comunidad concreta. Y eso puede cambiar. Muchos centros lo han hecho, con buenos resultados. Y con los medios de que disponen. Es, una vez más, un problema de mentalidad.

jueves, 1 de noviembre de 2012

Imágenes de la educación (II)

En un artículo anterior de mismo título, abordábamos el uso de imágenes o metáforas como un recurso para entender, acotándola, la complejidad del sistema educativo. En ese primer artículo hablamos de la metáfora de la edificación. Hoy queremos referirnos a dos imágenes más: el centro comercial, y la fábrica. Empecemos por esta última, que me parece más conocida; al menos, yo la utilizo desde hace mucho tiempo, desde mis tiempos de inicio profesional. 
II. La escuela como fábrica                                 
Classic landscape 1931, Charles Sheeler
La fábrica ha sido, históricamente, un ejemplo de organización. Ya Diderot muestra su confianza en la fiabilidad de la rutina de una fábrica de papel de mediados del siglo XVIII llamada l'Anglée. Así, el autor francés considera que el funcionamiento rutinario asegura que cada trabajador sabe perfectamente qué se espera de él, y cuándo ha de hacer qué. En uno de los tomos de la Enciclopedia, Diderot explica la manera de trabajar de la factoría de papel, en unos términos elogiosos y con la ayuda   de unos dibujos tendentes a la idealización.                
No hay que malinterpretar la intención de Diderot; éste consideraba un avance que casa y trabajo se separaran por fin: acababan así los talleres, auténticos conglomerados humanos sometidos a la férrea disciplina del amo, y los trabajadores gozaban de una remuneración económica de la que podían disponer libremente, fuera de los límites del lugar de trabajo. 
Frente a esta aceptación entusiasta de la rutina como un signo de progreso, Adam Smith entiende lo contrario: que la repetición embota la mente. En la actualidad, la mayoría piensa como Smith, no como Diderot. Richard Sennet los contrapone en el capítulo dedicado a la rutina, en su obra La corrosión del carácter (Anagrama).
Por tanto, no hay que esperar a que F. Taylor enuncie, a principios del siglo XX, sus principios de organización científica del trabajo, epígrafe bajo el que se oculta una feroz estabulación de tiempos y prácticas, un desmedido afán de eficiencia a costa de deshumanizar, reiterar y volver insípido un trabajo fragmentado. Esta manera de organizar dio lugar al denominado trabajo en cadena, que se complementó con las aportaciones del fordismo; ambos conceptos no son idénticos: el fordismo preconizaba una especie de paternalismo sobre los asalariados, con la contrapartida de ausencia de reclamaciones sociales o laborales, además de buscar la eficacia de la cadena de montaje, aprovechando las aportaciones ya comentadas de Taylor o de Henri Fayol, otro de los preconizadores de la organización científica del trabajo. 
¿Y por qué la imagen de la fábrica? Hemos empezado dando dos visiones antagónicas de la misma, que se remontan a los inicios de la Revolución Industrial -a sus precedentes, más bien- y que ayudan a situar esta organización en un espacio ambivalente, de progreso y de empobrecimiento de la práctica. Pues bien, en la escuela tenemos ambas cualidades, ambas opciones. Nos explicaremos.
Hace un tiempo, yo planteaba la siguiente pregunta a mis compañeros: ¿Os imagináis una fábrica de coches (el influjo del fordismo, sin duda) en la que cada cual hiciera su trabajo como quisiera? Es decir, el encargado de montar los ejes los ajustaría cada uno de un modo distinto; los pintores, en lugar de seguir las instrucciones, pintarían según su estado de ánimo; los operarios de ensamblaje ensayarían formas distintas de montar el vehículo, a ver cómo resultaba más estético... ¿Cómo quedaría el coche al final? Si salía un producto, no se parecería en nada al original, es decir, no se habría cumplido el plan de montaje, y la racionalidad que impulsó la fábrica habría desaparecido, o al menos se habría diluido considerablemente. 
Con esta imagen, intentaba hacer ver que la descoordinación docente provoca unos resultados parecidos al descrito en la analogía del montaje de un producto. Si, en lugar de seguir y guiarse por un proyecto compartido, cada cual monta su parte como quiere, el proceso va perdiendo efectividad. Por tanto, los esfuerzos se difuminan, las prácticas no se complementan -o se oponen abiertamente- y los alumnos, que van pasando de un operario a otro sin poder hacer nada en cuanto a la elección de los mismos, en educación obligatoria, van adaptándose a maneras de hacer muy diversas, practicando el curriculum oculto. 
Esta afirmación necesita una explicación: quien lee habitualmente este blog, además de ejercitar la paciencia, se habrá dado cuenta de que soy defensor de la autonomía del profesorado y de los centros. Por tanto, no entiendo la práctica como una actividad uniforme; sin embargo, considero necesario alcanzar consensos duraderos sobre cómo llevar a cabo esa actividad, respetando singularidades, sin duda... pero sin permitir el desconocimiento, la desconexión de las prácticas que se hacen muchas veces pared con pared... y no se comparten, ni se analizan, ni se discuten. Este último punto es especialmente dramático: en qué pocas ocasiones son los temas didácticos los protagonistas de los claustros, incluso de las comisiones pedagógicas. Esos temas se cubren de un pudoroso silencio... que en realidad puede resultar impúdico: hay que conseguir una práctica bien fundamentada; y ese empeño es vital para la escuela. 
Una objeción a mi planteamiento, soy consciente, es que el trabajo del aula, la tarea de enseñar, no está tan delimitada como una cadena de montaje. Ese sería otro debate, que atañe a la idea de autonomía del profesorado. No entraremos en el mismo. A nuestro entender, es pertinente afirmar que la idea de conjunto, de contribuir a un resultado final de una manera coherente y consensuada, sirve también para la educación. 
Consideremos ahora el otro aspecto, el que criticaba Adam Smith ya en el siglo XVIII: la rutina fabril como causa de aburrimiento y de pérdida de control sobre el propio trabajo. En educación, los comportamientos repetitivos afectan a alumnado y a profesorado casi por igual; los primeros, ven que a poco que lleven en el colegio han interiorizado las rutinas básicas. Y esa realidad, la rutina escolar, es un elemento desmotivador en un contexto cambiante, móvil, con acceso a múltiples pantallas. Y a edades más tempranas. 
Pero no pensemos que la rutina afecta sólo a los alumnos. Los docentes también repetimos un bucle que, a poco que nos descuidemos, tiñe nuestras clases de un aire de conformismo, cuando no de monotonía. Por eso, innovar la práctica, proponer actividades distintas, buscar proyectos de aprendizaje... son alternativas a la rutinización que amenaza con convertir la institución escolar en una inmensa fábrica de desencanto.



Sobre IA en educación: reflexiones desde Vila-real

  A principios de marzo se celebraron unas jornadas educativas en Vila-real, localidad donde trabajo desde hace ya cuatro cursos. El tema er...