martes, 8 de enero de 2019

Conocer, calificar, evaluar. ¿Para qué comparar?

En días pasados, hemos comentado en Twitter un artículo, proporcionado por ese provocador de debates que es Mikel Ortiz de Etxebarría (no en vano su nombre en Twitter es @eztabai, es decir, discusión en vasco). El artículo en sí me parece un batiburrillo sobre competición, calificación y evaluación escolar, sin entrar demasiado al fondo del asunto. Se ponen ejemplos de prácticas no competitivas, como ignorar el marcador de un partido infantil de baloncesto, lo cual desvirtúa, entiendo yo, el juego. Un juego que consiste en anotar canastas y que es prolijo en estadísticas individuales y de equipo. Evidentemente, la única motivación no puede ser ganar a cualquier precio, y es un error buscar exclusivamente la victoria en estas etapas deportivas de formación. Creo que sería más útil implantar alguna regla que evite la humillación en caso de mucha diferencia entre equipos. Por ejemplo, no compatibilizar los goles a partir de un número, como 10-0. Y los adultos tenemos bastante que decir y hacer. No veo ningún espectáculo en un partido de fútbol, o de baloncesto, en los que la diferencia de calidad lleva a humillar al contrario, y creo que no es bueno para nadie, ni para el perdedor ni tampoco, atención, para el ganador. Pero ese no es el tema principal del artículo, que va más por las notas académicas.
El sistema educativo tiene como premisa la evaluación del alumnado, y como consecuencia, su calificación en una escala numérica con equivalentes de grado: insuficiente, bien, notable... En educación primaria hace años que desaparecieron las calificaciones "Progresa adecuadamente" o "Necesita mejorar", que sustituyeron durante años a la tradición calificadora. Otra cosa es cómo se lleva a cabo esa evaluación, qué criterios la guían y si azuzamos las notas de unos contra otros para favorecer una competitividad entre el alumnado. Vayamos por partes.
No se puede reducir la evaluación a la calificación, ni ésta a una nota numérica. También se ha de evaluar el proceso de enseñanza (no sólo el de aprendizaje), los materiales utilizados, la temporalización y la metodología empleada. El docente ha de revisar su práctica cada evaluación. Y no lo digo yo, lo dice la normativa en vigor. Por tanto, evaluación del proceso en su conjunto, más que calificación del alumnado cada trimestre. 
Otra cuestión es cómo registrar los conocimientos del alumnado, lo que ha adquirido en la práctica escolar. El examen, en sí, no es más que un registro hecho en condiciones un tanto distintas a lo habitual, que no ha de ser el único medidor del rendimiento del alumnado; evidentemente, tenemos otras técnicas a disposición del profesorado que pueden proporcionar información valiosa para la evaluación. Ha habido un debate interminable sobre los exámenes. Ya a principios del siglo XX y antes, la vertiente anarquista de la educación optó por eliminarlos (en España, Ferrer i Guàrdia, por ejemplo). Muchos otros han propuesto evaluar sin exámenes, cosa que es posible si se dispone de alternativas de registro y medición. Giner de los Ríos afirmaba que con un conocimiento exhaustivo de los alumnos por parte del docente, no harían falta exámenes. Y no le faltaba razón.
En el lado opuesto, hay quien defiende que el examen supone una garantía de objetividad para el alumnado, que tiene un documento donde se refleja su rendimiento en un momento dado del curso. Es decir, una defensa frente a posibles abusos de profesores que usen la evaluación como premio o castigo más allá del rendimiento obtenido y medible. 
Como podemos suponer, el tema de la evaluación daría para muchos artículos, y no es ese nuestro objetivo hoy. Dejando de lado la bondad o maldad de los exámenes, en el texto que sirvió de partida al debate se hablaba de decir o no las notas en voz alta -o publicarlas en un listado en el tablón de la puerta de clase, o en internet- para que todos sepan las notas de todos. Se afirma que hacerlo así favorece la competición entre alumnado, el afán por ser el primero o, por lo menos, de los primeros. Esa competitividad puede acabar en rivalidad y enfrentamiento. Uno de sus efectos más perversos es estar más pendiente de las notas de otro compañero que de las propias, para ver quien ha ganado. Y no veo ventajas en que todos sepan las demás notas, porque el docente sí las sabe y puede reconducir su práctica o reafirmarse en la misma dependiendo de los resultados obtenidos. Un alto número de suspensos en un área concreta indica falta de adecuación en la exigencia (después habrá que analizar los factores en juego). Asimismo, unas notas altísimas de todo el alumnado de un grupo puede indicar lo mismo, en un sentido de relajación del nivel. Evidentemente, la diversidad de las aulas hace prever resultados también diversos. Como decía anteriormente, es fundamental que la prueba que se haga sea coherente con lo trabajado en clase: así se desdramatiza, se aprende a hacer un control como una parte más de la actividad escolar y no hay, por lo general, sorpresas en la calificación. 
Tomado de la cuenta de Twitter de @misscelanea
A raíz de esto, contaré un pequeño experimento que hice con alumnado de cuarto EP, el último año que fui tutor de esta edad. Apunté, a lápiz, la nota que creía que iban a sacar en el control, con un error posible de un punto por arriba o por abajo. Cuando hicimos el examen, comprobé que sólo en dos casos la diferencia era mayor. Un tutor de primaria conoce a su alumnado. En las especialidades de primaria y en secundaria las cosas son más complicadas porque se tienen varios grupos y menor número de horas con cada grupo. Por tanto, los registros han de ser más puntuales y ordenados. Dejar todo al examen no es positivo ni favorece el conocimiento que se tiene de cada alumno.
Volvamos a la publicidad de la nota. Creo que no se ha de compartir con todo el grupo, ni se ha de decir en voz alta. Yo nunca lo hago; eso sí, felicito a algunos alumnos o alumnas por diversos motivos, sin decir su nota. No busco competitividad entre alumnado, no creo en ello. Por la misma razón, cuando en los refuerzos salían alumnos de clase -hace años ya que los hacemos dentro del aula- no salían los mismos, sino que cambiaban mucho. Y cuando detectaba que un niño se burlaba o señalaba a los que salían, le hacía salir a él en la clase siguiente. Porque un refuerzo es una ayuda, no un estigma o un cartel que diga "sabes menos". 
La verdadera competitividad, si la hay, es la de cada niño o niña consigo mismo. Hacer todo lo posible por aprender, por sacar provecho del tiempo escolar y de los recursos existentes, no desanimarse ante la dificultad, querer ser mejores cada día, pero con respecto a ellos mismos, no a sus compañeros de grupo. Y esa mejoría incluye también sus calificaciones, pero no se queda ahí, claro que no. 

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