lunes, 23 de junio de 2014

La gestión del aula: neither last nor least

“Todo cambio que no pase por la gestión del aula es inocuo” M. Marland

A partir de este tweet, me he decidido a comentar algunos aspectos de nuestro trabajo que, quizás con demasiada frecuencia, se solapan con otras parcelas profesionales. Me refiero a la exigencia que tenemos, cada día, como gestores del aula, reguladores de emociones, administradores de silencios y hablas... Y digo exigencia porque, efectivamente, es una tarea que exige dedicación, preparación y visión amplia. El final de curso es un momento que permite -una vez terminadas las obligaciones burocráticas de calificaciones, actas, memorias- tomar cierta distancia y considerar qué puntos de la relación con los alumnos hay que revisar.
Creo que cada docente, por regla general, tiene un estilo, una manera de llevar su aula. Este modo de organizarse no suele ser fruto de una decisión consciente, sino que va formándose a lo largo del tiempo, con aportaciones distintas. En mi caso, intento plantear un estilo abierto y encaminado a favorecer la responsabilidad del alumnado, no a la sumisión o a la obediencia por miedo. Este aspecto, buscar que sean responsables, requiere un esfuerzo mayor, lo sabemos, que si nos planteamos sólo que obedezcan. Así, difícilmente podrán elegir, y sin elección no hay responsabilidad.
Sigo creyendo que enseñamos a grupos, aunque los alumnos aprenden individualmente, y que las dinámicas que muestran los sociogramas, los registros de incidencias, incluso el cuaderno de clase –que siempre quiero llevar y que se escurre como agua entre las manos, sin materializarse- han de tenerse en cuenta en el planteamiento general de la atención al grupo, en primaria o en secundaria. Conocer las relaciones internas, el equilibrio de fuerzas, los líderes y su carácter -positivo o negativo- permite una mejor gestión del grupo, un conocimiento mayor de la diversidad y de la complejidad inherente a la clase. Además, puede evitar situaciones complicadas, como la lucha de poder que algún alumno puede entablar al sentir amenazado su liderazgo, u otras conductas negativistas y desafiantes, con el consecuente perjuicio para el ritmo de trabajo en el aula. 
En este aspecto, me preocupa que algunos alumnos no interioricen el respeto por los demás, independientemente de su conducta. Me preocupa que ciertos estilos de liderazgo exijan la sumisión de los otros para que sean tenidos en cuenta. Me inquieta que haya alumnos que se sientan incómodos por la actitud de otros compañeros concretos, que aprovechan los espacios y momentos menos vigilados para insultar, agredir o ignorar, que de todo ocurre. Pienso si yo, alguna vez, habré tenido algo que ver al reprochar a algún alumno con demasiada dureza un comportamiento inadecuado. Me sorprende y me entristece que no haya sintonía entre los valores que intento practicar y ofrecer y la visión que tienen algunas familias sobre el modo de conducirse en el colegio. 
Me queda también la inquietud de ver algunas actitudes inadecuadas que irán a más y causarán conflictos importantes a la clase. Pero se combina con la satisfacción de haber mantenido a flote a muchos alumnos, con características complicadas, que han podido seguir el curso con normalidad, pese a esa complicación de la que no son, en absoluto, responsables.
Termino mi reflexión (o lo que sea) con la idea de que tan importante como enseñar a razonar en matemáticas, a escribir correctamente, a situarse en el territorio, es practicar la convivencia. El aula como preparación a la vida, pero también, como nos enseñó Dewey, como la misma vida, como una experiencia que forma, educa, es valiosa en sí misma. Y esta convivencia en el aula demanda un docente dispuesto a solucionar conflictos, hablar con compañeros y familias, entender, en definitiva, que eso también forma parte de su tarea.
El docente de hoy ha de gestionar la diversidad, no esconderla o ignorarla. Otra cosa es defraudar las expectativas que aún se tienen sobre nuestro trabajo. Y, además, hacerlo de manera consensuada y debatida. Más debatida que consensuada, diría yo. Somos gestores de emociones, facilitadores de conductas, modelos para los alumnos (de manera más o menos consciente) y, como dice Marland, cualquier cambio consistente pasa por la gestión del aula. Ahí también conviene ser maestros.

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