viernes, 22 de mayo de 2020

Política educativa. ¿Seguro?

Éramos pocos y llegó la pandemia. A un sistema educativo en crisis permanente, apuntalado por gran parte del profesorado, esclerotizado por inercias poco útiles ya, le toca lidiar con un hecho inesperado: la suspensión de las clases, la docencia no presencial, un tercer trimestre absolutamente desconocido para familias, alumnado y profesorado. Y para la administración educativa, añado. Ya hemos dedicado una serie de tres artículos a hablar de confinamiento y educación. No es mi idea volver sobre el tema, al menos, no hoy.
A veces he dicho que la política educativa, en España, es un oxímoron: si es política, no es educativa. Somos un país curioso, en el aspecto político, sin duda. Y en educación, no podíamos ser menos. Un ministerio sin gestión directa del curso escolar -las competencias efectivas las tienen las comunidades autónomas desde hace más de treinta años, excepto en Ceuta y Melilla- que, sin embargo, se dedica, quizás por eso mismo, a cambiar de leyes educativas cada cierto tiempo, sin consenso y con la conciencia cierta de que la ley tendrá corto recorrido. Ya digo, un país curioso que lo mismo aguanta más de un siglo con la Ley Moyano, de 1857, con algunos retoques, que se desliza a partir de 1970 en una espiral que produce una ley educativa cada diez años, o menos.
Parece ser que la LOMLOE lleva el mismo camino desastroso, sin consenso ni acuerdos duraderos. Tenemos el edificio en ruinas, pero vamos a elegir el pomo de la puerta entre doscientas opciones, que no hay prisa. Poco se puede esperar de un Parlamento proclive al insulto, a las palabras gruesas, a la falta de perspectiva. Ni en política energética, ni en política de vivienda, en relaciones exteriores ni en educación hay políticas de fondo, aquellas que sobreviven a una generación. No sería España, por desgracia.  La escasa preparación, en líneas generales, de nuestros políticos es alarmante. Muchos de ellos no han sido otra cosa más que miembros de un partido, colocados primero en ayuntamientos, en asesorías, en parlamentos autonómicos... La política se desdibuja y se está al dictado de los partidos, organizaciones para el poder, con sus propias dinámicas. No han leído a Arendt, ni a Sartori, ni a Habermas... ¿para qué? Si total, gritar en el congreso y votar lo que deciden otros no es tan difícil. 
Al gobierno la pandemia le ha pasado por encima. Literalmente. En vez de buscar acuerdos y de intentar liderar un gran bloque político dedicado a hacer lo mejor contra el coronavirus, se enrocó en el estado de alarma y en decisiones unilaterales que se han demostrado, muchas de ellas, inútiles, contradictorias, precipitadas... Y no sólo han causado malestar entre sus opositores políticos, sino entre sus propios correligionarios. La oposición ha ido a remolque, sin encontrar su discurso, mientras se acumulaban los muertos, los hospitales colapsaban y vivíamos un mes, de quince de marzo a quince de abril, terrible. 
Sé de lo que hablo: mi población ha sido de las más afectadas del País Valenciano. Tuve que ir al ambulatorio por un tema administrativo y pude palpar el miedo, la angustia de sanitarios y pacientes. Las deficiencias de un sistema sanitario puestas en evidencia; aunque difícilmente cualquier sistema de salud del mundo podría responder eficazmente a un número tan elevado de pacientes con neumonía y edad avanzada, los dos factores que más han influido en las muertes.
Volviendo a educación, la incertidumbre es enorme. La escuela tiene un papel social de guarda del alumnado indiscutible. Como hemos dicho otras veces, aceptar ese hecho no significa que sea su principal función: lo que ocurre en la escuela importa. Y hemos de intentar que siga importando. Si no, las consecuencias serán catastróficas, sobre todo para quien sólo tiene la escuela como recurso. No somos una guardería, ni queremos serlo. Pero sería iluso y poco realista no reconocer que las familias cuentan con el tiempo que los menores pasan en la escuela para su actividad laboral fuera de casa. Y ahora, con los niños sin clase presencial, los problemas se agravan, normalmente. El panorama de un curso 20/21 también a distancia crea desasosiego, porque las personas han de trabajar, los hijos han de ir al colegio y la economía ha de repuntar, o de verdad se empezará a pasar necesidad seria. Ayer mismo decía el ministro de justicia que la previsión de concurso de acreedores se dispara a cifras escandalosas. Por tanto, hay que conjugar seguridad sanitaria con trabajo e ingresos; además, después de dos meses largos en confinamiento, se ve el cansancio que gran parte de la población padecemos por no hacer una vida social normal; y a la vez, se comprende que había que confinarse, que era por fuerza mayor. Así y todo, nos hemos plantado en 30.000 fallecidos.
La incertidumbre, decía Bauman, es la característica de estos tiempos que han perdido la solidez de la modernidad de los últimos ciento cincuenta años, desde 1850 a la caída del Muro de Berlín, en 1989. Pero nos enfrentamos a un fenómeno nuevo para nuestra generación; las pandemias han sido frecuentes en la historia de la humanidad, pero los humanos del siglo XXI (los occidentales con seguridad social, no olvidemos que no todas las personas ni todos los territorios) nos sentíamos casi invulnerables. Son tiempos líquidos, configurados por la globalización, por un mundo que se ha hecho pequeño, en que volar es una experiencia casi cotidiana, o hacer un crucero, salir al extranjero, comprar productos que se sirven desde China, y tantos ejemplos más. Evidentemente, un virus aparecido en una provincia china, iba a expandirse por el mundo. Y así ha sido.
Actividad de cuentacuentos en mi centro,
 con Llorenç Giménez, tristemente desaparecido en 2019.
Disculpad si divago más de lo normal. Sigo estupefacto por la actitud de la ministra de educación, que tiene tan poca idea como todos los demás de qué va a pasar en septiembre, al inicio del curso 20/21. Y, creedme, es mejor el silencio que sembrar la duda, aumentar la incertidumbre con propuestas peregrinas, como realizar obras en los centros para que se pueda mantener la distancia de seguridad, o que el alumnado de infantil se incorporaría a los centros los primeros. Mejor el silencio y la humildad de reconocer que no se sabe qué hacer ante un factor desconocido. Porque, además, las familias ya sabéis a quién consultan, y no es a la ministra ni a sus asesores. Yo suelo decir que el equipo directivo estamos esperando una bola de cristal de última generación para responder adecuadamente a qué va a pasar. 
Es un cambio de escenario que afecta a un sector muy tocado ya, la educación formal, que se asemeja a un edificio a punto de derrumbarse. Y la parte más dañada es la escuela pública, que ha sido abandonada sigilosamente por las clases medias que han puesto distancia con la diversidad de las aulas abiertas a todos, sin cuotas encubiertas, ni religión católica obligatoria, que acoge a los inmigrantes que no saben el idioma. Con el aplauso de las fuerzas políticas conservadoras, cuando no con su activismo en favor de la concertada. Y seguramente vendréis algunos a decirme que hay escuelas concertadas que son ejemplos de integración, que están en barriadas conflictivas... Y yo os creo, pero la mayoría no es así. Todo se paga con dinero público, pero para públicos distintos. Y si añadimos el poco criterio político, en líneas generales, la falta de una estrategia digna de ese nombre en los mapas escolares, el cambio continuo en la dirección marcada... esto es desastroso. Para el profesorado, que se ve incapaz, en tantas ocasiones, de dar respuesta adecuada mientras aumenta la conflictividad a edades más tempranas; para las familias, que ven bajar el nivel académico y cuyas expectativas sobre el futuro de sus hijos no son las mejores, o se han devaluado vertiginosamente; y para el propio alumnado, incapaz de adquirir hábitos porque están acostumbrados a una rapidez de estímulos que la escuela no puede proporcionar (ni debe, añado). Y mientras tanto, se enfrentan artificiosamente calidad y equidad, la cultura del esfuerzo y la emoción en el aprendizaje, el rigor encorsetado y la cultura del espectáculo en las aulas. Todo aderezado con un profesorado bajo sospecha en tantos medios de comunicación.
Es cierto que los funcionarios de carrera tenemos el sueldo asegurado, una estabilidad laboral que llega, aunque sea tras concursos de traslados y de pasar años lejos de casa; yo mismo estuve tres años en la provincia de Alicante como interino, hace mucho tiempo. Y ese factor se agradece, en una sociedad con tanta inseguridad laboral. Probablemente, muchas de nuestras familias, de las familias de nuestros centros, tienen una situación más precaria y sus preocupaciones son más de índole económica, qué ingresos va a haber si no se puede trabajar, si llega el dinero del ERTE... Y, como hemos dicho en artículos anteriores, también es un factor a tener en cuenta a la hora de exigir tareas, conexiones, esfuerzos. He hablado con padres que están agobiados por trabajar y tener que ayudar a su vez a los hijos con las actividades de la clase no presencial. Y les he comentado que ellos no son profes, que las tareas son para sus hijos, que nosotros estamos disponibles para las dudas que surjan. Nos han movido el suelo bajo los pies a todos, y cuesta encontrar la estabilidad. Al menos, espero que lo sucedido ayude a recuperar la importancia social de la escuela, de su función y, ya de paso, nos devuelva parte del prestigio al profesorado ante la sociedad, y sobre todo ante la comunidad escolar a la que servimos. Lo decía en claustro hace una semana: tenemos una oportunidad de recuperar ese terreno, el de la credibilidad por el esfuerzo llevado a cabo. Y quien no se quiera sumar, pues se quedará al margen. Creo que es inteligente aprovechar este momento.
Acabo diciendo que, afortunadamente, no todos los dirigentes políticos del sistema educativo están inmersos en la incontinencia verbal. En mi tierra, la conselleria de educación está funcionando a base de escritos claros (casi siempre) y con bastante responsabilidad, y sin aventurar fechas de vuelta a las aulas, ni crear revuelo. Es lo que tiene llevar la gestión diaria de unos 750.000 alumnos, que se es más cauteloso. En ocasiones, claro. 

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