jueves, 27 de junio de 2024

Dos caramelos.


 El título de este artículo tiene que ver con un regalo que me ha hecho, este final de curso, una alumna de mi grupo de cuarto de primaria, con el que he estado dos años. En septiembre el grupo pasa a quinto y yo, si no hay novedad, me quedo en cuarto un año más.

El regalo consistía en una carta, en un sobre elaborado por ella, con unos mensajitos pegados en tiras, y en grande, la frase "Gracias por ayudarme a crecer". Además, incluía dos caramelos masticables. Un regalo fantástico. He tenido otros, la típica taza de mejor profe, un cuadro con mensaje y knolling incluido, el obsequio de la clase, hecho con mucho gusto... En fin, ha sido un fin de curso emotivo y agradecido por parte de las familias.

El regalo de esta niña me ha llegado mucho, por lo que tiene de simbólico y por los dos caramelos. Ha cogido de lo suyo, de lo que tenía, y me lo ha regalado. ¿Qué puedo darle a mi maestro? habrá pensado. Esos dos caramelos son, proporcionalmente, más que cinco euros para un regalo colectivo. Son parte de lo que tiene mi alumna. Con ellos, me pone a su altura infantil -con lo difícil que es eso- y me da algo precioso para ella.

Estoy contento de haber estado casi dos años con mi alumnado. Casi dos años con todo el grupo porque a mediados de marzo de 2023 tuve que coger la baja, ya que estaba agotado y mi tratamiento contra el cáncer no me permitía seguir trabajando. Afortunadamente, en septiembre me reincorporé y he seguido todo el curso. Pero, además, esta alumna llegó en noviembre de 2022 proviniente de un país sudamericano. Y llega a una escuela valenciana, con un programa lingüístico en valenciano-catalán. A mi clase. Y, claro, empieza un tanto perdida, pero con una actitud remarcable. Se integra perfectamente en el grupo, es amable, respetuosa, muestra interés por aprender. El idioma va dejando de ser un problema (una inmersión lingüística, ayudada por algunos materiales en castellano, como en mates) y van pasando los meses. 

En septiembre, reencuentro con el grupo. Se alegra mucho de verme, y yo a ella. Ha seguido adaptándose a nuestro sistema educativo con éxito y ha ido abriéndose camino, ayudada por su profesorado y familia, como una más (pero no una más, desde luego). Que quiere aprender, le gusta la escuela y pone de su parte, a pesar de partir con desventaja lingüística y tener que encajar en prácticas escolares distintas de su país. Sus ganas me animan, me recompensan. En verdad, nos hemos ayudado mutuamente.

El vínculo que se establece con el alumnado va más allá de lo instructivo, sobre todo en las primeras etapas. Qué satisfacción produce ganarse a alguna personita que no está a gusto en clase, que muestra desapego al aprendizaje, al docente o a ambos. O ver cómo evoluciona un grupo hacia la confianza, incluso hacia la complicidad. Eso vale para toda la escolaridad. Pero es cierto que la tutoría en infantil y primaria es un espacio privilegiado para esas relaciones que enriquecen a ambos, a adultos y a niños. Porque nuestra tarea va más allá de las tablas de multiplicar y del texto instructivo, cosas ambas necesarias pero no suficientes. Intento no descuidar ninguna de esas facetas: enseñar es primordial. No comparto, como sabéis, una devaluación de los saberes; el enfoque competencial demanda también un contenido sobre el que actuar. Pero el respeto, la empatía, el gusto por saber, el diálogo como manera de solucionar problemas, también forman parte del curriculum, y no solo en los cuarenta y cinco minutos de tutoría semanales. Se trata, como digo a mis compañeros en ocasiones, de usar pico y pala a diario. 

Como consecuencia de lo anterior, nuestro trabajo tiene un salario emocional, a veces amargo y, como en esta ocasión, también satisfactorio. Lo ya conseguido, por supuesto, y como despedida, una carta preciosa con dos caramelos.

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