sábado, 10 de mayo de 2025

La escuela en un entorno líquido

Mi último artículo terminaba dejando en el aire el tema del encaje de las instituciones sólidas, y en especial la escuela, en una sociedad líquida como la actual. Este término, creado por el pensador Zygmunt Bauman a principios de este siglo, refleja en una certera imagen el devenir de las sociedades occidentales tras la caída del Muro de Berlín, la desaparición de la Unión Soviética, el fin de los "gloriosos treinta años" de crecimiento económico en Europa con la crisis del petróleo... Todo lo que Tony Judt explicaba en libros como "Pensar el siglo XX" o "Algo va mal". 

Desde la II Guerra Mundial tuvimos unas sociedades con fundamentos sólidos, poca movilidad laboral, estabilidad familiar (con todos los peros que se quieran poner) y un antagonismo ideológico y militar en lo que se llamó la política de bloques o la guerra fría que reafirmaba las propias posiciones, aun cayendo en abusos como la caza de brujas en los cincuenta en Estados Unidos, las invasiones de Hungría y Checoslovaquia en el bloque soviético (1956 y 1968, respectivamente).

Cada una de estas piezas ha ido deteriorándose y dejando lugar a otras nuevas. Ya Sennett habló del fin del trabajo estable en "La corrosión del carácter", con sus consecuencias de ansiedad, disponibilidad a tiempo completo y degradación de las condiciones laborales. También podíamos citar a Giddens con "La transformación de la intimidad", en que refiere los cambios en la estructura familiar.

La globalización fue otro elemento que nos acercó al mundo, en un sentido de facilidad comercial junto a unas exigencias productivas distintas. Y por último, la expansión rapidísima de nuevas maneras de comunicar transforma las relaciones personales como quizás nunca antes.

Bauman capta todos estos cambios y propone el término de sociedad líquida, regida por la incertidumbre y por la individualización de los conflictos. Se desmontan las causas colectivas, o se diluyen, y el individuo queda solo, en aspectos sociales y afectivos. Esta liquidez llega también a la política, a la educación, a la economía. 

La educación, como la familia, es una institución de socialización primaria, aunque históricamente se ha catalogado con lógica la escuela como el espacio de la segunda socialización, tras la familia. Pero ambas socializan en los primeros años de vida. Y la escuela ha ido acumulando prácticas, perspectivas, significados... que constituyen su cultura, la cultura escolar, asentada de manera formal y, sobre todo, informal. La institución escolar no se entiende sin la cultura propia. 

El problema, el conflicto, aparece cuando esa cultura no puede dar respuesta adecuada a la liquidez de la sociedad, a estos cambios seguidos y vertiginosos en tantos ámbitos, a una inestabilidad que no casa bien con los requisitos de tranquilidad de la escuela; no solo en el aula, sino a nivel social. Si además tenemos en cuenta el aumento de la diversidad en las aulas con la inmigración y la detección de más casos de necesidades educativas especiales, la respuesta no puede ser la misma, y es fácil sentirse desbordados por esta imposibilidad o incapacidad de responder a cada uno como requiere.

No tenemos un panorama fácil en educación. A la complejidad se une la pérdida de relevancia de lo que allí acontece. Hay un deslizamiento de funciones que va de lo académico a lo asistencial: la escuela ha de asumir más papeles que antes ejercían las familias, los ayuntamientos... pero que ahora se depositan en la institución escolar. Si volvemos a Bauman, él hablaba de un interregno: lo nuevo no acaba de llegar, lo viejo no acaba de desaparecer. Y en medio, la escuela. 

Ante esto, existen distintas posturas. La de aquellos que diluyen los aprendizajes imbuidos del ambiente posmoderno, viviendo la educación de manera líquida, ampliando lo festivo-celebrativo y poniendo en cuestión la solidez del currículum. De hecho, la LOMLOE es esto: preponderancia de las competencias sobre los saberes. Otra postura que podíamos llamar de resistencia consiste en aferrarse a un currículum fuerte, contenidos más extensos, buscando un equilibrio entre lo nuevo y lo tradicional (de la tradición escolar, de su cultura) y esperando un aprendizaje sólido, o más sólido, al menos, que el diluido. Además, se puede caer en la tentación de la nostalgia, del "todo tiempo pasado fue mejor", mistificando la época de la EGB en nuestro país. Esta nostalgia puede ser una contraposición a la de cierto adanismo, que rechaza todo lo que tiene más de veinte años en educación, dando por amortizadas las prácticas tradicionales. Y, en muchas ocasiones, se hace invocando metodologías que tienen un siglo de vida, procedentes de la Escuela Nueva.

Este desconcierto nos lleva a vivir la profesión con más zozobra que en tiempos pasados. Nos desgasta más, sin duda. En mi caso, no puedo resignarme a diluir el aprendizaje de mi alumnado. A la vez, entiendo que tenemos responsabilidades que van más allá de lo académico: somos agencia de detección de posibles casos de desprotección infantil o juvenil. No se puede decir "No es mi trabajo". Sí que lo es; no ejercer de psicólogos, como leo frecuentemente, pero sí estar atentos a indicadores de que algo no va bien. Y dar parte razonado. Atender a las familias como una parte más, no como una engorrosa obligación. Al fin y al cabo, enseñamos a sus hijos. Todos hemos tenido desencuentros, pero pese a eso, considero la escuela como un lugar agradable, acogedor para los padres, en la medida de lo posible. Eso incluye dar cuenta de lo que se hace, en una accountability de servicio público.

Seguir mirando el vaso de leche vertida no parece la opción más inteligente. 

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