También es mala pata, nunca mejor dicho. Un día antes de vacaciones, ese deseo confesable en diciembre, al bajar de la acera, un resbalón y, como consecuencia, un esguince de tobillo. Había llovido y el asfalto estaba un tanto resbaladizo. La cartera por el suelo y él, al hospital. El camino a su despacho interrumpido hasta después de vacaciones.
En el hospital, le dieron un analgésico porque el dolor se intensificaba. Intentó hablar por el móvil, pero no estaba para llamadas. Al fin y al cabo, la naturaleza se impone al cargo y Esteban no dejaba de ser humano por ostentar la responsabilidad de la inspección educativa. Envió un mensaje a secretaría de delegación diciendo que esa mañana no podría atender a nadie.
En la sala de espera había varias personas, entre ellas algunos niños con golpes, gripe, dolor de estómago... Se sorprendió de que estuvieran allí en horario escolar, pero la enfermedad no entiende de momentos. Además, todo hay que decirlo, esos días son un tanto intrascendentes, con la evaluación terminada y con múltiples actividades navideñas.
Resultaba un tanto extraño, con su corbata y americana y la pierna en alto. Exótico sería la palabra más adecuada. Fuera de su zona de confort, de su despacho calefactado en aquella mañana fría del recién estrenado invierno. Un compañero le había traído y se había marchado a tomar un café mientras se dilucidaba la gravedad del esguince, o lo que fuera aquel dolor intenso.
Por pasar el rato, preguntó a un niño de los que esperaba a qué curso iba. A cuarto, respondió sin muchas ganas el chaval, que estaba también dolorido.
-¿A qué cole vas?
-Al Miguel Hernández.
-Ah, lo conozco. Está cerca de aquí. Allí está Carmen de directora.
-¿La conoce usted?
Un niño bien educado, que todavía sabe dirigirse de usted a una persona mayor, pensó Esteban.
-Sí, la conozco porque a veces hablamos. ¿Quién te ha traído?
-Mi madre está hablando con el médico. Me ha recogido del cole porque he vomitado.
-Pero ahora estás mejor, ¿no? Se te nota.
-Sí, aunque todavía me duele la barriga. ¿A usted que le pasa?
-Nada, un resbalón yendo al trabajo y mira, aquí toda la mañana.
En eso que volvió la madre y se sorprendió un poco, aunque su hijo era muy desenvuelto con las personas mayores.
-Mateo, no molestes al señor -dijo afectuosamente.
-No me molesta, señora, estamos conversando un poco. Ya me ha dicho que tiene problemas estomacales.
-Sí, hay un virus suelto... y Mateo los coge todos, ¿verdad?
-No exageres, mamá.
Esteban se vio un tanto fuera de la conversación, y quiso llevar el tema a su terreno.
-Me ha dicho Mateo que hace cuarto de primaria en el Miguel Hernández. Ahora mismo no es mi zona, pero lo conozco. Soy inspector de educación.
-Ah, pero ¿existen ustedes realmente? -preguntó la madre con una sonrisa.
-Ya puede ver que sí -respondió Esteban con otra. Y también somos vulnerables.
-Sí, ya veo ambas cosas -admitió Sofía. Mateo, este señor es el jefe de tu maestra y de tu directora.
-Pues yo no le he visto nunca en el colegio -dijo el niño con franqueza.
-Es que no trabajo en el colegio, trabajo en un edificio aquí cerca. Al colegio voy a veces para hablar con los profesores.
-¿Y de qué habláis?
-De temas de educación, de leyes, de documentos...
-¿De nosotros, no habláis?
-Bueno, los temas que tratamos están relacionados con vosotros, siempre.
Haber tenido que lesionarse para hablar con un niño de primaria y con su madre, sin mesa de por medio ni cita previa. Tenía gracia, aunque no mucha. Una gracia que no alegra, que también existe.
Esteban se dio cuenta de que hacía mucho que no hablaba con un niño. Ni con un docente de aula, en realidad. Solo dialogaba con el equipo directivo, de cuestiones del equipo directivo, de plazos de entrega, de cosas así. Solo se trataba de alumnado si había quejas familiares -una práctica cada vez más habitual- o una petición de auxilio del equipo directivo en algún caso concreto o también cuando se abría una diligencia en el plan de convivencia que le llegaba automáticamente a través de internet.
Nunca hablaban de temas específicamente pedagógicos o didácticos. No había tiempo para eso. Esteban reconocía que no sabía qué ocurría ciertamente en los centros que supervisaba; solo se asomaba si saltaba la alarma, y entonces iba de apagafuegos. Qué otra cosa se podía hacer. Eso comentaba con sus compañeros en la hora del tentempié matutino, cuando se relajaba un poco del despacho.
Los documentos eran otra cosa, se podían revisar con calma y cumplían lo estipulado. Esteban no había leído a Handy, pero era un fiel defensor de la cultura del rol o apolínea. La realidad es demasiado compleja, pero los roles estaban bien definidos, y los plazos se cumplían. La rutina tenía sus ventajas, sin duda. Cuidado con la cultura atenea, que privilegiaba la creatividad y las relaciones informales; nunca se sabía cómo podía acabar la cosa. El talento está sobrevalorado.
-Esteban López, pase a box 4.
Era su turno. Le trajeron una silla de ruedas y desapareció por el pasillo de boxes.
-Que no sea nada grave -dijo la madre educadamente.
No creo, pensó Esteban. Después de vacaciones, vuelta a la rutina. Al fin y al cabo, era weberiano sin haber leído a Weber.
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