sábado, 10 de febrero de 2018

Contra el presentismo

Voy a contar una circunstancia que atañe a cómo escribo los artículos. Normalmente, me ronda un tema por la cabeza, bien por lo que vivo en el aula o en el colegio -como director, esto último ocurre más- o bien por lecturas o asistencia a convocatorias educativas. Una vez escrito el artículo, viene la tarea de elegir el título, que puede demorarse hasta dar con uno que me satisfaga. Si explico todo esto es porque, en este caso, ha sido al revés: tenía el título en mi cabeza, clarísimo. Son sólo tres palabras pero expresan una postura ideológica en educación, un posicionamiento personal basado, entiendo yo, en reflexiones pedagógicas y en una manera de entender la profesión, tan respetable, por lo menos, como otras divergentes o francamente opuestas.
He de decir que este artículo viene precedido -no sé si directamente provocado- por la lectura de Educative Innovéision, el libro que ha escrito Jordi Martí, @xarxatic, y que he leído en enero. Es un libro provocador, como corresponde al perfil en la red de su autor, a quien conozco personalmente y de cuyas conversaciones disfruto, sea hablando de educación o de otros temas. El libro postula unas tesis discutibles en muchos aspectos y dará lugar, si se quiere, a debates educativos enjundiosos.
No es mi intención hacer un comentario al uso, sino usar su lectura para afirmar (y afirmarme) en algunas consideraciones que tengo claras desde hace tiempo. Daremos algunas pinceladas. Dice Jordi que la escuela tradicional no existe como tal. Creo que eso no es así. Lo que no existió, tal vez, es la caricaturización de aquella escuela, que exagera sus aspectos negativos -que los tenía, evidentemente-y minimiza sus virtudes, que alguna poseía, sobre todo para los que nos gustaba aprender. Porque esa es otra cuestión: sobre educación opinamos todos, pero en ella estamos los que no hemos huído. Es decir, es razonable creer que los docentes no hemos sufrido mucho como alumnos, aunque hayamos tenido problemas puntuales. ¿Que sentido tendría permanecer en una institución que nos ha maltratado? Por tanto, al igual que siempre ha habido buenos docentes -independientemente de la ley educativa imperante- también ha habido alumnos que, por distintas razones, han disfrutado del aprendizaje. Pero ese argumento no puede utilizarse, en mi opinión, para justificar prácticas escolares equivocadas. 
Cuando llegué a mi primer destino como interino, hace ya veinte años, tuve una compañera (es decir, compartíamos alumnado y poco más) que lograba el silencio en los cursos de ESO... matándolos a copias. De tal manera que, a veces, mis alumnos no hacían mis deberes porque estaban ocupados haciendo copias del estilo "No hablaré en clase". Evidentemente, sus clases eran un cementerio. Y las mías un desahogo. Celebramos dos reuniones de coordinación en el curso. Dos. Y en la segunda, se quejó de que nos reuníamos demasiado. Ojo. Así que he conocido la escuela tradicional como alumno y como docente. Cero compañerismo, preponderancia absoluta del libro de texto, castigos sin sentido y nula deliberación ya no con el alumnado, sino entre docentes. Inmovilismo y aislamiento. Y que nadie cuestione lo que hace otro, como si no se compartiera alumnado. Y esa tónica sigue existiendo, aunque sea diluida por la postmodernidad que licúa las reglas y las seguridades, en esa modernidad líquida que Bauman nos explicó tan acertadamente. Ha habido excepciones, maestros fantásticos, con vocación de enseñar, formar y ayudar a sus compañeros. Pero han sido excepciones en la tradición docente española. Y negar eso, al igual que exagerarlo en forma caricaturesca, carece de sentido. 
Pero no quería hablar de todo eso, sensu stricto. Mi intención es poner en cuestión el presentismo. El término no está en el diccionario de la RAE (donde abundan, en cambio, entradas peregrinas) y es un concepto que se aplica en diversos ámbitos. Uno de ellos es la preeminencia del "aquí y ahora" en la previsión o planificación de la acción. Otro significado, este recogido en diccionarios de inglés, habla de la adhesión acrítica al presente para juzgar el pasado. En Iberoamérica se utiliza para expresar la asistencia del profesorado a clase, y en general a asistir al puesto de trabajo aun cuando no se esté bien físicamente, o estar más tiempo del necesario o estipulado. En mi caso, me refiero a una consecuencia del presentismo, es decir, la hipervaloración de estar en clase, de dar clase.  Parece ser este el parámetro único o fundamental del juicio pedagógico, independientemente de la evolución personal o profesional del docente. Y de cómo ejerza su magisterio.
Es una valoración arraigada entre la docencia. Ya en los noventa se hablaba de los "desertores de la tiza", aquellos docentes que dejaban el aula para pasar a otras tareas administrativas o supervisoras: asesores de las administraciones o de formación del profesorado o inspectores. Y ese término despectivo parecía conllevar un reconocimiento positivo de los que "se quedan en clase". Es verdad que el aula cansa, ya que estamos siempre respondiendo a interpelaciones diversas por parte del alumnado, de las familias, de la administración... Y pobre de aquel que no esté cómodo en clase, más allá de cursos complicados o circunstancias adversas. Pobre de aquel que dé clase sin gustarle la docencia. Porque sufrirá y hará sufrir. Y ni las vacaciones ni el horario pueden compensar ese déficit. Por tanto, reconociendo el valor de dar clase, no podemos elevarlo a un absoluto: no todas las prácticas son válidas, ni todas pueden justificarse públicamente. ¿O sí? Simplemente por no abandonar el aula, ¿todo está validado? Habrá que discernir. Una mala práctica, repetida muchas veces, no se transforma en buena. Simplemente se convierte en tradición.
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En mis muchos años de tutoría de primaria, he trabajado siempre con la puerta del aula abierta. Parece un hecho simple, pero implica -en muchos casos que conozco- una voluntad de apertura, de dejar que la práctica se visibilice. Y si hablo alto porque estoy enojado, que se me pueda oír. En cambio, tengo compañeros que incluso han tapado el ojo de buey de la puerta para que desde fuera no se pueda ver qué ocurre dentro. ¿Es lo mismo? Las prácticas que hacemos en el aula, ¿las haríamos igual si hubiera un adulto a nuestro lado, mirando lo que hacemos? ¿Cómo tomamos las reuniones de padres, como un engorro o como una oportunidad de explicar lo que hacemos, argumentando sobre nuestra práctica? Esas son las preguntas relevantes. 
Para concluir, es notorio el caso de algunos docentes que han estado en el aula... el tiempo necesario para ganar fama y dedicarse a lo mediático, abandonando una tarea exigente como es la docencia. Y, además, se convierten frecuentemente en referentes para gran parte del profesorado. Pero esa realidad no dignifica per se continuar en el aula. No todos pueden abandonarla. Muchos ni queremos. Y no hagamos del presentismo un "todo vale" acrítico. 

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