jueves, 13 de diciembre de 2018

La pantallización de la vida: una aproximación.

Este verano pasado leí Educar en el asombro, de Catherine L'Ecuyer, escritora canadiense afincada en Barcelona. Reconozco que su lectura me sorprendió positivamente, por reivindicar una "pedagogía del sentido común", o una vuelta a la lentitud en la educación familiar, dentro de las posibilidades que ofrece esta sociedad. Una sociedad que ya podemos denominar "pantallizada", llena de pantallas que se acumulan, pero sin anular las anteriores. En este artículo intentaré dar una visión general a la evolución que hemos sufrido con el aumento de la tecnología de la comunicación a nuestro alcance. Como el tema es tan amplio, dedicaré una serie de artículos a la relación entre tecnología y educación. Porque los docentes no podemos quedarnos al margen de esta temática en la que vivimos nosotros y, sobre todo, nuestros alumnos.
Empezó el siglo XX con el cine, la gran pantalla, que pronto evolucionó del mudo al sonoro, del blanco y negro al color, y posteriormente a la opción de dos o tres dimensiones. Mi generación consideraba un acontecimiento ir al cine, en sesiones de 4.30, 7.30 y 10.30, con olor a palomitas y con una única película en cartel en la única sala del cine. Luego llegaron los multicines y la desaparición de los cines tradicionales. Resulta entrañable y admirable, a partes iguales, la iniciativa de un empresario salmantino, Joaquín Fuentes, que ha conseguido abrir dieciséis salas de cine en la España interior y despoblada
Luego, a mediados de los cincuenta, llegó la televisión. La pantalla se expandía y se privatizaba: pasaba del lugar común, la sala de cine, a los salones del hogar. Transformaba así la manera de estar y relacionarse en la familia. Aún recuerdo cuando mis padres compraron el televisor en color, para el Mundial de fútbol de 1982, aquél que se jugó en España. La oferta televisiva también creció con las cadenas privadas, las autonómicas y la televisión de pago. 
Después llegó la pantalla del ordenador, generalizado desde mitad de los ochenta. Más tarde fue la pantalla del móvil, primero como teclado y después como visor de imágenes, hasta llegar a la extraordinaria definición de hoy en día. Además, las tabletas han completado una oferta multimedia realmente apabullante, que nos acompaña en casa y en nuestros viajes (no sólo en los transportes colectivos, sino también en el coche particular). Ya esperamos que todos los vehículos, incluidos los utilitarios, lleven su pantalla con GPS, y en muchos monovolúmenes está la opción de instalar en el asiento trasero una tableta, supongo que para amenizar el viaje. 
Esa es otra característica de la pantallización: su voluntad de llegar a todas partes, a todas horas y, por ende, a todos los públicos. Qué pocos libros se leen ya en el tren o en el metro, pero... qué pendientes estamos de la pantalla del móvil. En ese sentido, internet ha crecido tanto por la proliferación de pantallas disponibles, y viceversa: la necesidad de acceso a internet ha favorecido la pantallización, en un proceso simbiótico en la que ambas partes han salido beneficiadas, y que ha propiciado la actualización constante de los dispositivos, con lo que el negocio -debidamente publicitado y alentado- está asegurado durante mucho tiempo. Además, ese continuo avance y reemplazo ha llevado a que instrumentos o máquinas que supusieron un avance considerable en su momento hayan tenido una vida efímera. Hace poco, expliqué a mis alumnos de tercero cómo aprendí a usar el teclado con una máquina de escribir mecánica. Mis alumnos se sorprenden -casi milagrosamente- de que sepa escribir sin mirar el teclado y usando todos los dedos. Me doy cuenta que explicarles que fui a una academia, con una máquina portátil que aun conservo, es casi remontarme a la prehistoria de la tecnología de la comunicación.
Las narrativas transmedia, una
consecuencia de la pantallización
https://co.creativecommons.org/?m=201510
Hemos perdido, por añadidura, grandes parcelas de privacidad, o de intimidad: la posibilidad de no estar disponible, de desconectar de todo durante un trayecto en tren y poder dedicarnos a la lectura de ese libro que nos hemos comprado en la estación, o que traíamos ex profeso para el viaje. Por no hablar del peligro que supone atender el móvil cuando se conduce, aunque haya manos libres. Y sin embargo, vemos a tantos conductores con el aparato en la mano.  
Esta falta de intimidad que supone estar localizados, en el ámbito personal y laboral, ha aumentado el estrés del trabajo y ha difuminado la separación entre lugar de trabajo y tiempo laboral, tan marcada en la mayor parte del siglo XX, y ahora tan tenue -en ese sentido, resulta interesante la lectura de La corrosión del carácter, de Richard Sennett, con el revelador subtítulo de Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo.
Además, hay otra pérdida de privacidad que tal vez no sea tan visible, o sobre la que no se reflexiona con la debida seriedad: la huella que dejamos en internet, el control al que estamos sometidos cada vez que hacemos clic en el buscador o que visitamos una página, y no me refiero sólo a la retahíla de anuncios personalizados que aparecen cada vez más en nuestra navegación. Haciendo un inciso, confieso que la próxima vez que busque un coche por la red, activaré el modo incógnito porque... qué avalancha de ofertas de modelos... justamente de esos modelos por los que muestro interés. Y este ejemplo puede generalizarse a tantas parcelas de nuestro uso cotidiano en la red. Ya conocemos la expresión: Si es gratis, probablemente tú eres el producto. Al final, nuestros datos, preferencias y opciones conforman un torrente de información conocido como big data, parte de la vigilancia que sufrimos inadvertidamente y que Didier Bigo, citado por David Lyon y Zigmunt Bauman, denomina banóptico (de ban, prohibir o excluir, y óptico), que sustituye al panóptico de Bentham. Pero eso es tema para otro artículo. Sólo apuntamos que el Gran Hermano orwelliano, descrito en su novela 1984, es un aprendiz comparado con la capacidad de control que ofrece internet. Eso sí, con mucha discreción.

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