Hace poco, empecé una serie de artículos sobre la influencia de los medios de comunicación y de difusión en nuestro alumnado. Reconozco que es un tema que me interesa desde siempre, y ya en 2005, creo recordar, obtuve un reconocimiento de mi consejería a un trabajo de análisis de publicidad en educación primaria (cuando se daban premios a la investigación del profesorado a título individual, una parte más de lo que la crisis se llevó). Por cierto, el curso pasado volví a realizar el análisis con alumnado de quinto de primaria. Sigo considerando imprescindible enseñar a mirar, tan necesario hoy como aprender a leer, puesto que los códigos que rigen la comunicación audiovisual no son tan evidentes (vaya juego de palabras) como las reglas de codificación escrita.
En un artículo anterior, hablaba de la pantallización de la sociedad, fenómeno imparable que no hay que confundir con el control sutil que sufrimos gracias a internet y que suele tener como referente -y antecedente en la ficción- al Gran Hermano orwelliano omnipresente en 1984. Aprovecho para recomendar su lectura, y de paso contrarrestar el uso del término en programas de televisión basura que han deteriorado el concepto hasta hacerlo una parodia de la intención de George Orwell. Este escritor y periodista británico imaginó un televisor que era capaz de ver a los receptores y los controlaba, además de ser un elemento de propaganda política de primer orden. Hoy en día, nos retratamos cada vez que entramos a una página web, compramos electrónicamente o interactuamos en redes sociales. Pero, a diferencia de la distopía orwelliana -escribió su libro a principios de la década de 1940- no existe una única fuente de noticias, ni hay control sobre las mismas; de ahí la proliferación de noticias falsas que influyen políticamente y crean un estado de opinión basado, tantas veces, en hechos que no han ocurrido o que se han tergiversado. No podemos pasar de la credulidad de nuestros padres, para quienes la televisión daba verosimilitud a los hechos, a la de nuestros hijos, que viven en la red, y están expuestos continuamente a las pantallas, casi desde que nacen, como denunciaba Catherine L'Ecuyer en Educar en el asombro.
L'Ecuyer habla de sobreestimulación para definir qué está pasando. A tal efecto, recoge la famosa frase de Herbert Simon, recientemente fallecido, sobre la relación inversamente proporcional entre información y atención:
Lo que la información consume es bastante obvio. Consume atención del que la recibe. Consecuentemente, una gran cantidad de información produce un empobrecimiento de la atención.
Que nos pregunten a los docentes si se cumple esta reflexión, que data del ya lejano 1970, antes de internet. Vaya si se cumple.
En su libro, la autora canadiense residente en Barcelona se dirige a padres y docentes -en mi opinión, más a los primeros que a los segundos- en un afán por recuperar el asombro. Esta bella palabra, en efecto, puede caer en desuso ante una hiperexposición a los medios ya a los dos, tres años de edad, cuando no hay capacidad de comprensión ni de aprovechamiento real de lo visto. Cuando el niño o niña no tiene necesidad de estímulos visuales a gran velocidad -como suelen ser los videoclips o muchos dibujos animados- sino de interacción real con otros niños y, sobre todo, con adultos cercanos. Que una personita de cuatro años sepa utilizar intuitivamente una tableta no significa que haya de estar con ella indefinidamente, o que le dejemos ante el televisor y así no da guerra. O que chavales de ocho años pasen tres horas diarias jugando a videojuegos online, como me contaba un alumno hace unos meses. Y después, le damos un libro para que lea. A ver si se produce el milagro.
Lo que ocurre, antes que después, es que esa exposición a un ritmo narrativo en imágenes tan alto dificulta el visionado de otros modos narrativos, de dibujos animados más pausados, o de películas con una secuenciación más lenta de la acción. Y llega, atención, el aburrimiento, la incapacidad para entretenerse por uno mismo o con interacciones con iguales. Por no hablar de la complicada adecuación al ritmo escolar, necesariamente distinto a la sobreestimulación producida por el consumo indiscriminado de imágenes. Por añadidura, la cantidad de esfuerzo, de implicación, que demanda el aprendizaje escolar es mucho mayor que la pasividad implicita, tantas veces, en el visionado continuado de la televisión o de la tableta como sustitutivo de la interacción con adultos.
Estamos asistiendo a hechos preocupantes. Hace unos días, un alumno de mi centro, siete años, me decía en el patio que "jugar es de pequeños". Os prometo que me quedé sin palabras. Hay alumnos de esa edad que, cuando faltan unos diez minutos de patio, acuden voluntariamente al lugar donde se forman las filas para entrar para ser los primeros, y se sientan a esperar. Observamos, además, que sus juegos son muy limitados, y que imitan en ocasiones escenas de videojuegos, más que auténticos juegos infantiles. Eso nos da pistas sobre cuáles son sus aficiones fuera del colegio: mucho sedentarismo, lo que repercute también en el nivel físico general y en el abandono cada vez más precoz del juego espontáneo.
Frente a todo esto, L'Ecuyer propone recuperar el descubrimiento como modo de aprender, de integrarse en la sociedad de una manera paulatina, guiada, en la que la naturaleza tiene su lugar y no todo se ve a través de la pantalla. Porque, atención, si quitamos la capacidad de asombro, lo mágico, lo distinto, estamos hurtando una parte fundamental del crecimiento, la voluntad de saber, de experimentar por sí mismos lo que otros dicen.
Siempre me ha sorprendido el éxito que elementos manipulativos sencillos tienen en el aula de primaria. Llevar unos pesos y una balanza es un acontecimiento. También ocurre lo mismo cuando se trata de cuerpos geométricos o unos recipientes con agua para entender las medidas de capacidad. ¿Por qué? Porque la realidad entra en el aula, no mediada por una representación. Tal vez estamos olvidando eso. Cada vez es más difícil salir con los alumnos a contextos reales como fábricas, talleres, tiendas... porque las medidas de seguridad y el miedo de las empresas a posibles reclamaciones por accidentes son barreras casi insalvables. Si además dejamos que el entretenimiento sea tarea de internet y no se fomenta el contacto con la naturaleza, dentro de lo posible, el resultado será una infancia insatisfecha, aburrida y con una limitada capacidad de descubrir por sí mismos.
L'Ecuyer habla de sobreestimulación para definir qué está pasando. A tal efecto, recoge la famosa frase de Herbert Simon, recientemente fallecido, sobre la relación inversamente proporcional entre información y atención:
Lo que la información consume es bastante obvio. Consume atención del que la recibe. Consecuentemente, una gran cantidad de información produce un empobrecimiento de la atención.
Que nos pregunten a los docentes si se cumple esta reflexión, que data del ya lejano 1970, antes de internet. Vaya si se cumple.
https://es.m.wikipedia.org/wiki/Archivo:Juego-infantil-1-noia.jpg Trabajo de AnselmiJuan |
Lo que ocurre, antes que después, es que esa exposición a un ritmo narrativo en imágenes tan alto dificulta el visionado de otros modos narrativos, de dibujos animados más pausados, o de películas con una secuenciación más lenta de la acción. Y llega, atención, el aburrimiento, la incapacidad para entretenerse por uno mismo o con interacciones con iguales. Por no hablar de la complicada adecuación al ritmo escolar, necesariamente distinto a la sobreestimulación producida por el consumo indiscriminado de imágenes. Por añadidura, la cantidad de esfuerzo, de implicación, que demanda el aprendizaje escolar es mucho mayor que la pasividad implicita, tantas veces, en el visionado continuado de la televisión o de la tableta como sustitutivo de la interacción con adultos.
Estamos asistiendo a hechos preocupantes. Hace unos días, un alumno de mi centro, siete años, me decía en el patio que "jugar es de pequeños". Os prometo que me quedé sin palabras. Hay alumnos de esa edad que, cuando faltan unos diez minutos de patio, acuden voluntariamente al lugar donde se forman las filas para entrar para ser los primeros, y se sientan a esperar. Observamos, además, que sus juegos son muy limitados, y que imitan en ocasiones escenas de videojuegos, más que auténticos juegos infantiles. Eso nos da pistas sobre cuáles son sus aficiones fuera del colegio: mucho sedentarismo, lo que repercute también en el nivel físico general y en el abandono cada vez más precoz del juego espontáneo.
Frente a todo esto, L'Ecuyer propone recuperar el descubrimiento como modo de aprender, de integrarse en la sociedad de una manera paulatina, guiada, en la que la naturaleza tiene su lugar y no todo se ve a través de la pantalla. Porque, atención, si quitamos la capacidad de asombro, lo mágico, lo distinto, estamos hurtando una parte fundamental del crecimiento, la voluntad de saber, de experimentar por sí mismos lo que otros dicen.
Siempre me ha sorprendido el éxito que elementos manipulativos sencillos tienen en el aula de primaria. Llevar unos pesos y una balanza es un acontecimiento. También ocurre lo mismo cuando se trata de cuerpos geométricos o unos recipientes con agua para entender las medidas de capacidad. ¿Por qué? Porque la realidad entra en el aula, no mediada por una representación. Tal vez estamos olvidando eso. Cada vez es más difícil salir con los alumnos a contextos reales como fábricas, talleres, tiendas... porque las medidas de seguridad y el miedo de las empresas a posibles reclamaciones por accidentes son barreras casi insalvables. Si además dejamos que el entretenimiento sea tarea de internet y no se fomenta el contacto con la naturaleza, dentro de lo posible, el resultado será una infancia insatisfecha, aburrida y con una limitada capacidad de descubrir por sí mismos.
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