Hace un año, más o menos, publiqué un primer artículo sobre menores y pornografía. Como siempre, estaba pendiente de lo educativo, y mostraba mi preocupación porque unos contenidos, en su mayoría vídeos en internet, destinados, no lo olvidemos, exclusivamente a mayores de dieciocho años, fueran visionados con tanta facilidad por alumnado de primaria, y no digamos ya de secundaria. También comentábamos la necesidad de una educación sexual digna de ese nombre, para no acabar recurriendo a esa terrible des-educación que es la pornografía como modelo de relación sexual, tan estereotipada y falta de afectos.
Retomo el tema a raíz de un artículo en la red de Juan Soto Ivars, en el que relativiza la influencia de la pornografía en la juventud y en los casos de manadas varias que están apareciendo, hasta suponer una parte considerable de los delitos por agresión sexual, aunque no hay cifras consolidadas. Llama la atención, en verdad, ver que se juntan varios varones para violar a una mujer, como en los hechos conocidos en Manresa, Aranda de Duero, Alicante y en otros lugares de España; tal vez no sea la intención primera -cuesta creer que se quede para agredir sexualmente- pero si surge la ocasión (una chica que hace caso a uno de ellos, con eso es suficiente) se pasa a intentar la violación y a consumarla si es posible. No son conscientes del daño causado, de la mujer como sujeto y no como objeto para su alivio. Estamos acostumbrados, casi siempre, al perfil de violador solitario que aborda a una chica en un lugar apartado o a deshoras. De hecho, en aparcamientos subterráneos de Europa, se llegó a reservar los lugares más cercanos a las puertas de acceso a las conductoras para evitar largos recorridos en los que poder ser sorprendidas.
Dice este periodista que, de ser cierta esa relación, también habría aumentado el número de delitos por uso de armas, ya que la industria de los videojuegos sigue en auge, y muchos de sus contenidos son violentos. Por cierto, tantos videojuegos están también catalogados para mayores de dieciocho años, aunque eso no parezca importar a casi nadie. En noviembre, un alumno de ocho años me dijo que pasaba tres horas diarias jugando a Fortnite, a pesar de estar recomendado para niños y niñas de trece años en adelante.
Dice este periodista que, de ser cierta esa relación, también habría aumentado el número de delitos por uso de armas, ya que la industria de los videojuegos sigue en auge, y muchos de sus contenidos son violentos. Por cierto, tantos videojuegos están también catalogados para mayores de dieciocho años, aunque eso no parezca importar a casi nadie. En noviembre, un alumno de ocho años me dijo que pasaba tres horas diarias jugando a Fortnite, a pesar de estar recomendado para niños y niñas de trece años en adelante.
El argumento de Soto Ivars se repite con series de ficción más o menos conocidas, y confronta esa narrativa, la ficción televisiva, con la realidad. No aumentan los mafiosos por ver series que ensalzan a estos delincuentes, como los Soprano. Ni tomamos la justicia por nuestra mano, a pesar del auge de algunos justicieros implacables que matan a diez antes de desayunar. Y no hay aumento de accidentes de tráfico a pesar de que se ven conductas inapropiadas en el cine y la televisión. Pero son espacios claramente definidos como ficción, con guion, argumento, pausas... Y sobre lo del aumento de la violencia con armas, no hace falta contraargumentar demasiado, porque el acceso a las armas de fuego, en España, está bastante restringido, y como decíamos anteriormente, hay una clara diferenciación entre ficción y realidad. Las series se comentan, se siguen, forman una subcultura -algunas de ellas, muy potente- que permiten tomar distancia vital, aunque se den fenómenos como la movilización para modificar la temporada final de Juego de Tronos, por ejemplo.
Creo que hay que hacer matizaciones importantes. Primero, un niño o niña de ocho, diez, doce años, no está preparado para ver sexo explícito en la red. No lo está. No es un contenido para él o ella. Por tanto, la primera cuestión es que hay que proveer un mecanismo de acceso restrictivo, como ya decíamos: un control parental, económico y seguro. Otra manera, más complicada pero que habrá que considerar, es acceder a estos contenidos con alguna identificación que asegure la mayoría de edad. Pero claro, no son sitios a los que se acceda con demasiada publicidad, suelen ser visitas solitarias... Ahí lo dejo. Pero si queremos cortar con el problema, habrá que pensar en soluciones más sólidas. Otro factor a considerar es que el porno, en los tiempos actuales sobre todo, es de una pobreza argumental apabullante. Cualquier excusa es buena para quedarse desnudos y empezar con las prácticas sexuales. Prácticas que pretenden ser reales, y que tienen su éxito, precisamente, en su verosimilitud, en que convencen al público de que son verdad, que lo que ocurre delante de la cámara es una relación sexual completa y al alcance de todos los que lo ven. Y sabemos que no lo es, que hay muchos trucos para conseguir sensación de realidad. Eso los que se acercan al porno movidos por la curiosidad de los trece, catorce años, no lo saben ni lo pueden saber. Ven en las escenas un modelo a imitar, un aprendizaje, realizado además por hombres que consiguen el placer de la mujer siempre. Una mujer complaciente, normalmente sumisa y dispuesta a hacer todo lo que se le ocurra al varón. Y, al final, como demostración de que todo ha sido real, verdad, se produce la eyaculación masculina, señal inequívoca de que se ha llegado a culminar lo planteado anteriormente.
Díganle a un chico de trece años, de quince, que eso que acaba de ver no es más que una ficción grabada en distintos momentos, montada y preparada para parecer un coito de lo más natural. Y esperen sentados a que se lo crea, claro. El sexo pornográfico se vivencia, no se ve como una serie de ficción más. Primero, porque la ya nombrada pobreza argumental hace inviable que se tenga un interés distinto del meramente visual -es decir, ver el acto sexual sin más justificaciones- y segundo, porque los elementos cinematográficos están al servicio de la excitación permanente del público, una audiencia que no se reúne en el salón a ver estas escenas, sino que es solitaria -o en pareja- dada la naturaleza del espectáculo. Si se visualiza en grupo, podemos entender que se trata de chicos jóvenes que hacen del sexo pornográfico un entretenimiento más, y que van asimilando esas prácticas como susceptibles de ser reproducidas para afirmar su masculinidad. En ese sentido, recuerdo una escena de una película norteamericana, en la que un joven con problemas para encontrar pareja, liga con una chica y en la primera relación sexual, él le da un azote en el culo. Ella se gira y llena de sorpresa, le dice: ¿Pero qué haces? Pues lo que hace el chico es reproducir lo que ha visto tantas veces en internet: azotar a la chica sin preguntar, porque seguro que le gusta.
Creo que el discurso progresista de unir pornografía con libertad de expresión, que subyace a las palabra de Soto Ivars, y el tachar de retrógrados a los que ponemos peros a la pornografía -para mayores de dieciocho años, insisto una vez más- como manera de iniciarse en el conocimiento sexual, ya no se sostiene. Dejar esa parcela tan importante, tan relevante de las relaciones humanas, a una visión normalmente machista y objetivadora del cuerpo femenino, es jugar a la ruleta rusa con la sexualidad de tantísimos jóvenes.
Díganle a un chico de trece años, de quince, que eso que acaba de ver no es más que una ficción grabada en distintos momentos, montada y preparada para parecer un coito de lo más natural. Y esperen sentados a que se lo crea, claro. El sexo pornográfico se vivencia, no se ve como una serie de ficción más. Primero, porque la ya nombrada pobreza argumental hace inviable que se tenga un interés distinto del meramente visual -es decir, ver el acto sexual sin más justificaciones- y segundo, porque los elementos cinematográficos están al servicio de la excitación permanente del público, una audiencia que no se reúne en el salón a ver estas escenas, sino que es solitaria -o en pareja- dada la naturaleza del espectáculo. Si se visualiza en grupo, podemos entender que se trata de chicos jóvenes que hacen del sexo pornográfico un entretenimiento más, y que van asimilando esas prácticas como susceptibles de ser reproducidas para afirmar su masculinidad. En ese sentido, recuerdo una escena de una película norteamericana, en la que un joven con problemas para encontrar pareja, liga con una chica y en la primera relación sexual, él le da un azote en el culo. Ella se gira y llena de sorpresa, le dice: ¿Pero qué haces? Pues lo que hace el chico es reproducir lo que ha visto tantas veces en internet: azotar a la chica sin preguntar, porque seguro que le gusta.
Creo que el discurso progresista de unir pornografía con libertad de expresión, que subyace a las palabra de Soto Ivars, y el tachar de retrógrados a los que ponemos peros a la pornografía -para mayores de dieciocho años, insisto una vez más- como manera de iniciarse en el conocimiento sexual, ya no se sostiene. Dejar esa parcela tan importante, tan relevante de las relaciones humanas, a una visión normalmente machista y objetivadora del cuerpo femenino, es jugar a la ruleta rusa con la sexualidad de tantísimos jóvenes.
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