Hace unos días acabé de leer "La dirección de centros. Gestión, ética y política", de Rosa Vázquez Recio. Este libro forma parte de la estimable colección "Razones y propuestas educativas", publicada en Morata bajo la dirección de José Gimeno Sacristán. Son obras breves que abordan cuestiones pedagógicas desde un punto de vista divulgativo que permite su lectura por parte de padres y docentes. Además, el precio es, o era hace un tiempo, muy asequible (7,20 €, creo recordar).
Algunos títulos de la colección, en www.edmorata.com/nuestro-bloc |
Dice la autora una verdad elemental, aunque a la administración educativa le cueste admitirla y manejarla: la complejidad de cada escuela hace complicado, cuando no imposible, determinar unas características comunes al ejercicio real de la dirección. Elaborar un listado de competencias directivas tiene más de intención que de adecuación a la realidad. Se hace imprescindible tener en cuenta el contexto, puesto que las decisiones a las que aludíamos antes son contextualizadas, en situaciones concretas, y tantas veces negociadas con personas con las que trabajamos. Por tanto, la micropolítica entra en escena y sitúa el ejercicio de la dirección en un hic et hoc configurativo, delimitado, eso sí, por la normativa escolar.
Otra cosa son las funciones de dirección, que sí se pueden explicitar. La tensión entre pedagogía y burocracia, entre aspectos organizativos de asignación de recursos y el ingente trasiego de documentos de todo tipo, es un clásico en el análisis de la dirección escolar. Curiosamente, la OCDE recomienda, para la mejora de la eficacia directiva, más pedagogía y menos burocracia. A ver si lo leen y aplican los políticos que ya estarán planteando la próxima e inevitable reforma educativa.
Otras recomendaciones de la OCDE son aumentar el nivel de autonomía de los centros, incrementar y mejorar la formación inicial y específica de la dirección y, por último, profesionalizar el desempeño directivo. Esta última me parece, sin duda, la más discutible. Una dirección sin contacto con la docencia, o con unas perspectivas de no volver a ella porque el despacho se convierte en el único espacio imaginable, no parece deseable. Hay aquí una tensión entre aprovechar la experiencia acumulada en el cargo, por una parte, y favorecer la renovación de equipos directivos, por otra. Pero, como decimos de la docencia, conviene discernir si los resultados de la acción directiva han sido positivos para el centro, o sólo han sido un cortafuegos eficaz para la inspección, y por ende para la administración, tan amante de la paz de los cementerios... Nadie se mete con nadie, pero tampoco se avanza en ningún sentido.
Ese factor, qué ocurrirá cuando se deje la dirección, tiene su importancia en la gestión del centro. Pasar de decidir y organizar el trabajo de otros a ser uno más en el claustro, pero con un bagaje de decisiones que han afectado a compañeros en su horario, en su elección de grupos... puede tener consecuencias negativas. Por eso, hay una tendencia a continuar en el cargo, además de evitar pisar demasiados callos. El problema estriba en que, sin voluntad de cambios, la dirección se convierte en mera gestión, pasando a ser irrelevante. También puede ocurrir lo contrario, que marque tanto las distancias que no consiga arrastrar al claustro en la mejora. Estos aspectos menos detectables, o confesables, son relevantes y forman parte de la micropolítica escolar, esa red de interacciones a menudo invisibles que conforman la realidad de cada escuela. La parte humana, que se obvia cuando se establecen listas de competencias a conseguir para ser un buen director, una buena directora. Hace unos años la administración, al menos en el caso valenciano, favoreció la aplicación de modelos de gestión EFQM, asimilando la organización escolar a cualquier empresa. Se buscaba así una homogeneización que no es real, si no tiene en cuenta lo micropolítico, como sabemos desde Ball. Racionalización de procesos, sí, evidentemente. Pero considerando el contexto como un factor más, y no el menor en importancia.
Otro aspecto que trata la autora es el de la soledad de la dirección, ese sentimiento de que no somos considerados iguales que los demás miembros del claustro, que se forma una barrera, un silencio en ocasiones, que no permite conocer de verdad qué ocurre, que se cuece en el claustro. En ese sentido, es fundamental tener personas de confianza que puedan decirnos la verdad, aconsejarnos o, simplemente, escucharnos con la debida discreción. Quienes entendemos que esta función -dirigir un centro- no es una opción definitiva, sino un desempeño temporal, podemos sentir más el peso de la soledad, puesto que no estamos acostumbrados al mismo. Nos consideramos docentes más que directores. Rosa Vázquez distingue entre una soledad para el cargo, necesaria a la hora de reflexionar y programar (aunque las decisiones se tomen en el equipo directivo) y la soledad inherente a la función, que puede resultar dañina para la autoestima, además de aislante respecto a los demás docentes.
Por otra parte, supeditar todo al parecer del claustro puede desembocar en un vaciamiento de la visión propia del centro, y tener la sensación de que se ocupa un puesto de administrativo mejor pagado, pero que ha de decir a todo que sí, si quiere conservar la paz del camposanto, a la que antes nos referíamos. En ese alambre nos movemos, casi siempre.
Ese factor, qué ocurrirá cuando se deje la dirección, tiene su importancia en la gestión del centro. Pasar de decidir y organizar el trabajo de otros a ser uno más en el claustro, pero con un bagaje de decisiones que han afectado a compañeros en su horario, en su elección de grupos... puede tener consecuencias negativas. Por eso, hay una tendencia a continuar en el cargo, además de evitar pisar demasiados callos. El problema estriba en que, sin voluntad de cambios, la dirección se convierte en mera gestión, pasando a ser irrelevante. También puede ocurrir lo contrario, que marque tanto las distancias que no consiga arrastrar al claustro en la mejora. Estos aspectos menos detectables, o confesables, son relevantes y forman parte de la micropolítica escolar, esa red de interacciones a menudo invisibles que conforman la realidad de cada escuela. La parte humana, que se obvia cuando se establecen listas de competencias a conseguir para ser un buen director, una buena directora. Hace unos años la administración, al menos en el caso valenciano, favoreció la aplicación de modelos de gestión EFQM, asimilando la organización escolar a cualquier empresa. Se buscaba así una homogeneización que no es real, si no tiene en cuenta lo micropolítico, como sabemos desde Ball. Racionalización de procesos, sí, evidentemente. Pero considerando el contexto como un factor más, y no el menor en importancia.
Otro aspecto que trata la autora es el de la soledad de la dirección, ese sentimiento de que no somos considerados iguales que los demás miembros del claustro, que se forma una barrera, un silencio en ocasiones, que no permite conocer de verdad qué ocurre, que se cuece en el claustro. En ese sentido, es fundamental tener personas de confianza que puedan decirnos la verdad, aconsejarnos o, simplemente, escucharnos con la debida discreción. Quienes entendemos que esta función -dirigir un centro- no es una opción definitiva, sino un desempeño temporal, podemos sentir más el peso de la soledad, puesto que no estamos acostumbrados al mismo. Nos consideramos docentes más que directores. Rosa Vázquez distingue entre una soledad para el cargo, necesaria a la hora de reflexionar y programar (aunque las decisiones se tomen en el equipo directivo) y la soledad inherente a la función, que puede resultar dañina para la autoestima, además de aislante respecto a los demás docentes.
Por otra parte, supeditar todo al parecer del claustro puede desembocar en un vaciamiento de la visión propia del centro, y tener la sensación de que se ocupa un puesto de administrativo mejor pagado, pero que ha de decir a todo que sí, si quiere conservar la paz del camposanto, a la que antes nos referíamos. En ese alambre nos movemos, casi siempre.
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