sábado, 9 de febrero de 2019

Evaluar, sí. Pero, ¿para quién?

Vamos a por el tercer artículo seguido sobre evaluación del alumnado. En los dos anteriores abordábamos aspectos sobre la publicidad de las notas, tanto entre compañeros como hacia las familias, con la iniciativa de enviar copia a los padres que lo solicitaran. Hoy quisiera centrarme en  el significado de la información que proporcionamos, más allá de cómo o a quién se dé. Es decir, qué significa sacar un cinco, un ocho o un dos en una evaluación, o en un examen concreto.
La evaluación, y más concretamente la calificación, es una práctica que marca profundamente el conjunto de la educación. Hay quien llega a decir que, sin cambios en la evaluación, no se puede hablar de cambio metodológico propiamente dicho. Como en tantos otros aspectos, la evaluación tiene muchas capas hechas de años de práctica, de decisiones que no se cuestionan, de tradición escolar. A continuación, intentaré decir algunas cosas que me llaman la atención en lo que se refiere a la información que obtiene nuestro alumnado y sus familias.
La LOGSE, aquella ley sepultada por tantas reformas, supuso un cambio en la manera de evaluar al alumnado de primaria. Se pasó del rígido sistema de puntuación graduado de insuficiente a sobresaliente a otro que sólo tenía dos niveles: Progresa Adecuadamente y Necesita Mejorar, debidamente abreviados en PA y NM. Si acaso, se podía añadir una crucecita al PA que indicaba que progresaba muy adecuadamente. 
Ya sabemos que en España consensuar una política educativa duradera es una quimera, así que en unos años se volvió a la nomenclatura tradicional. Es cierto que la manera LOGSE de informar no fue bien entendida. Se quería quitar peso a las notas, en una etapa intermedia a la que seguía otra obligatoria, la ESO, dándole importancia al proceso de aprendizaje. Además, se planteaba la repetición de curso al final de cada ciclo, reforzando esa visión procesal que evaluaba lo obtenido por el alumnado en dos años, no en uno como anteriormente. Es cierto que extraordinariamente se podía solicitar la repetición de curso en el año inicial del ciclo. La LOMCE restauró la tradición de repetir cada año, eliminó los ciclos en primaria y, en general, se olvidó de la pedagogía en su redacción. 
Una cuestión fundamental es para quién se evalúa, para quién se califica. ¿Para el alumnado, para el profesorado, para las familias? Para todos, supongo. Pero esa respuesta implica algunas consecuencias. Me explicaré.
Si evaluamos para el alumnado, no entiendo demasiado cómo es posible que un alumno o alumna de secundaria obtenga, por ejemplo, un ocho con noventa y cinco o un siete con veintitrés: cuantificar el conocimiento hasta la centésima tiene mérito, sin duda. Pero claro, es secundaria.
En primaria, la etapa anterior, habrá que considerar qué entienden los niños de siete o nueve años. Si se hacen pruebas escritas tradicionales (exámenes de toda la vida) y se les da la nota, debemos recordar que antes de los diez años no se estudian los decimales, ni se comprende que un número entero pueda dividirse en unidades menores. Por tanto, si se obtiene un 7,7, el niño o niña no sabe qué es exactamente eso, más allá que es mejor que un 4,5. Yo he visto notas así en primero de primaria, y niños que me dicen: He sacado un ocho coma tres. Y yo pienso: ¿qué entenderá este niño de su nota?  
Otra cuestión es si en primero de primaria hay que realizar pruebas tan marcadas de uno a diez, u optar por otros registros escritos. Pero siempre hay que tener constancia del rendimiento del alumnado, en los formatos que se quiera (la LOE ya lo dejaba así establecido) para evitar "evaluar a ojo". También en primero de primaria, atención, y en cualquier asignatura, incluso aquellas en las que el examen puede resultar exótico, como Educación Física o Música. No hacer examen no significa, en absoluto, no tener registros escritos. Si no, estamos ante un ejercicio de arbitrariedad difícilmente justificable. En ocasiones, ese ejercicio se cubre con un aprobado general; pero eso no constituye ninguna prueba de bondad, antes al contrario. Esa práctica devalúa el valor de la asignatura para el alumnado y las familias. Eso nos hace entrar en el espinoso tema (perdónese el lugar común) de la exigencia académica.
La exigencia ha sido tomada como bandera por una parte del profesorado más reticente a los cambios metodológicos, y sobre todo por la derecha política que impulsó la LOMCE como una manera de "poner orden" en el alegre batiburrillo socialista, según su versión. Es verdad que la palabra exigencia no suele aparecer demasiado en los congresos, jornadas y convocatorias del eduespectáculo. No tiene buena prensa, por lo explicado anteriormente: ha sido apropiada partidistamente. Además, hablar de sentimientos, felicidad, bailes... tiene más gancho, evidentemente. Recuerdo que Ángel Gabilondo, poco después de dejar de ser ministro en 2011, afirmaba en un congreso educativo que era falsa la dicotomía entre felicidad del alumnado y exigencia, que ambas podían convivir. Y es cierto. Pero la exigencia no implica involución en el clima del aula; no presupone un papel más pasivo del alumnado (el alumnado nunca es completamente pasivo, eso es falso). Tampoco es la coartada perfecta para no revisar la práctica docente, antes al contrario: la exigencia bien entendida, como la caridad, empieza por uno mismo. Si se quiere ser exigente, lo ofrecido ha de estar al mejor nivel posible. De no ser así, la exigencia sobre el alumnado se convierte en un ejercicio de poder sin demasiado sentido. No hay reciprocidad en la exigencia. También puede ocurrir que no haya altas expectativas para nadie, y entonces, docentes y alumnado pasan a una cierta indolencia. En ese caso, la consideración social de la asignatura baja. Es lo que ocurre con las asignaturas marías.
En https://www.todocoleccion.net/coleccionismo/
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Siguiendo con el para quién se evalúa, podemos hablar de las familias, destinatarias del boletín de notas que cumple -o no- las expectativas puestas sobre la prole. Se dirá, con razón, que también se evalúa para el sistema, que al final es una institución que acredita el logro en forma de graduado, título... Ciertamente, por eso tenemos la obligación de hacer actas de evaluación, introducir las notas en la plataforma digital de la consejería... Pero no nos referimos a eso, sino a la información que damos a las familias. Si lo que reciben es un papel oficial cada trimestre, poca información es.
Cuando era tutor, daba una notificación mensual a las familias sobre diversos aspectos de cada alumno: comportamiento, trabajo, cuidado del material, y dejaba un comentario sobre lo más sobresaliente del mes. Los padres devolvían la parte inferior firmada, donde tenían un espacio para dejar sus observaciones. Cuando llegaba el boletín trimestral, no había demasiadas sorpresas: la información no variaba demasiado con respecto a la que ya tenían. Creo que esa práctica, que no cuesta ni una hora de reloj, facilita la comunicación mutua. Por desgracia, tantos docentes no se plantean hacer nada parecido, más allá de la nota escrita en la agenda por algún motivo puntual.
En definitiva, hay que ir más allá de la nota numérica, tanto si pensamos en el alumnado como en las familias. Proporcionar información sobre progresos y dificultades, y no circunscribir la comunicación a lo meramente académico. Sabemos que hay un mundo de relaciones, actitudes, elecciones... que configuran lo que ocurre en las aulas y nos forma como personas. Que no quede fuera de nuestra atención.

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