Por lo general, el debate pedagógico se ocupa de temas elevados que llenan el escenario público: las competencias básicas, los indicadores, el informe PISA, el plan Escuela 2.0... Estas y otras cuestiones son tratadas por académicos, periodistas, profesorado, políticos, administradores educativos con mayor o menor profundidad y acierto. El debate educativo, como sabemos, no es todo lo sosegado e informado que habría de ser, ni tampoco se libra del partidismo político, como ya hemos comentado en otra ocasión en este mismo blog (Ver El sistema educativo como campo de batalla ideológica). La reforma educativa casi continua que vive el país, con leyes no consensuadas que se suceden con cada cambio de partido gobernante, constituye ya una seña de identidad de nuestra democracia, incapaz de sostener una ley educativa general que sirva a gobiernos conservadores y socialdemócratas.
Sin embargo, la realidad de la escuela es ajena, en buena medida, a lo anteriormente expuesto. La rutina escolar, la tradición pedagógica, la acumulación de prácticas aceptadas de manera acrítica, configuran un panorama sombrío en muchos centros. Hay resistencias, por parte de muchos profesores, a entrar en una senda de cambio pedagógico, que acepte la responsabilidad hacia el aprendizaje significativo, permita la inclusión efectiva del alumnado con dificultades de cualquier tipo y favorezca la renovación didáctica. El profesor Gimeno Sacristán, en su intervención en Málaga hace unos meses, diferenciaba entre educación y escuela pública. La primera es un ideal, un anhelo hacia el que encaminamos los esfuerzos pedagógicos; la segunda es la realidad organizativa que tenemos, y que es heredera de unas prácticas obsoletas que, frecuentemente, no se problematizan, es decir, no son objeto de discusión en los claustros. Se aceptan sin más. Forman parte del sistema educativo en que nos hemos socializado los docentes: primero como alumnos, y posteriormente como trabajadores. La carga de tradición que llevamos encima es, por tanto, considerable, y lo que es más grave, muchas veces pasa inadvertida.
Una de estas tradiciones, que me disgusta sobremanera, es el uso y abuso del bolígrafo rojo para corregir los trabajos de nuestros alumnos. Para algunos, quizás para muchos, es un tema menor: por supuesto, no es lo fundamental en la enseñanza decidir el color del bolígrafo que utilizamos. Pero sí es un síntoma, un símbolo, si se quiere, de una pedagogía que debería estar superada, encerrada en el baúl de los trastos viejos, o felizmente reciclada. Ver las libretas de alumnos de primaria llenas de rayas rojas, de tachones, de números superpuestos, desanima a cualquiera, sobre todo al propietario de la libreta... Por no hablar de los controles o exámenes: si son a lápiz, como en primaria, no hay ninguna necesidad de utilizar el rojo (que además se lee peor que otros colores) en detrimento del azul o negro. Si se trata de ESO, basta con usar un bolígrafo de color distinto al que haya utilizado el alumno. La evaluación, tema siempre complejo y que admite muchas interpretaciones, ya es bastante trabajo para alumnos y profesores como para teñir los exámenes de rojo. Evidentemente, el color del bolígrafo no cambia la calificación, pero puede desmotivar más al alumnado, que ve, gráficamente expuesta, una muestra de aquello que no sabe, o no entiende, en colores vivos. Es como si dijéramos: mal, mal, mal... Y ahora que se reivindica el papel de las emociones en el aprendizaje, no está de más evitar sensaciones negativas añadidas a una mala calificación en un control.
Con respecto a los cuadernos, me sorprende que, siendo un elemento fundamental de la actividad de nuestros alumnos, se reflexione tan poco sobre su utilidad. Si tan solo consideramos las libretas como el espacio para hacer las tareas que no pueden realizarse en el libro de texto, por su extensión o dificultad, su papel es bien secundario: son una prolongación del libro de texto, y el libro de texto siempre tiene razón, para la pedagogía más conservadora. Punto final. Por el contrario, algunos creemos que el cuaderno es una pieza básica del aprendizaje, ya que permite organizar la información, segmentarla, ampliarla, y además ofrece un espacio en que poder reflexionar, aportar información propia, elaborar esquemas... en definitiva, en el cuaderno los alumnos pueden personalizar, hacer propio el contenido común visto en el aula y avanzar en la tarea más importante: construir conocimiento. No se puede seguir enseñando sólo en función del libro de texto, como si se hubiera detenido el tiempo.
Por lo tanto, las libretas deben ser un instrumento, más que un simple contenedor, ya que en ellas se realizan tareas sencillas y otras más complejas para los alumnos de primaria. Siguiendo este razonamiento, los docentes tenemos que abstenernos de llenarlas de rojo como si fueran un Ecce-homo. Bien al contrario, conviene favorecer la detección de errores y su corrección positiva, facilitando el análisis compartido de por qué se ha fallado. Dejar la corrección en rojo, sea un tachón o la respuesta correcta por encima, recuerda constantemente el error. Hay profesores que obligan a sus alumnos a utilizar siempre el bolígrafo rojo para corregirse. No puedo estar de acuerdo con esta práctica.
Hay que mirar, más que al error, que se subsana, al motivo por el que se ha cometido: falta de atención, mala comprensión de la actividad, lectura incorrecta de la información... Incidiendo en las causas, desdramatizando la equivocación se incluye ésta en el proceso de aprendizaje, como un estadio más que hay que transitar. Borrar y poner bien la respuesta, el resultado, no deja marca, no marca al alumnado. Todos nos equivocamos, solemos decir los docentes en el aula; pero a nosotros, cuando nos equivocamos, no nos aplicamos el boli rojo.
Por eso, podría denominar el conjunto de actuaciones docentes incongruentes, o difíciles de justificar de manera razonada, como la pedagogía del boli rojo. Aquí también se incluyen las copias de repetir cincuenta o cien veces la misma frase, la de copiar la lección si no se sabe una respuesta, la lectura en voz alta sin una lectura silenciosa previa, la resolución de problemas sin ningún patrón de razonamiento, los deberes como castigo ante el mal comportamiento... Prácticas que perviven en nuestros centros, a pesar de las reformas, las competencias básicas y la integración de las TIC.
Por su interés, me permito remitiros a este enlace de un blog que trata el mismo tema, desde una perspectiva más literaria; artículo muy recomendable: http://t.co/zH0CDerl
Hola Salva: Me encantó tu artículo y el relato de Fátima. He retomado el tema en la última entrada de mi blog. Espero que no te importe que te cite en él. Un saludo. Enlace: http://bit.ly/TAPfgJ
ResponderEliminarPor supuesto que no, Alberto. Me siento honrado de tu mención. Gracias por comentar.
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