domingo, 25 de agosto de 2019

El Louvre no es Mc Donald's (todavía): recuperar la mirada

Nos hemos acostumbrado a la aglomeración en los espacios públicos, sobre todo en los lugares turísticos. Es un proceso que no tiene marcha atrás; no se vislumbra un retroceso. Se ha masificado la experiencia turística, por los reducidos precios del transporte aéreo, por las alternativas de bajo coste, por la facilidad de contratar en la red... Por diversos motivos, hay un acceso masivo al turismo, lo que ocasiona una actividad difícil de soportar, tantas veces. 
Yo mismo recuerdo, hace tres años, pasear por Praga en agosto y creer que estaba en un parque temático. Curiosamente, había estado en Viena un poco antes, y no tuve la misma sensación, y eso que la capital austriaca es tan epatante o más que la ciudad checa. En Praga todos éramos turistas o gente que atendía a los turistas. Sé que no es así, pero fue la impresión que me llevé.
Hace dos años, estuve un mes en el sur de Inglaterra repasando mi inglés. En una excursión, nos acercamos a Oxford: creí que era una invasión (de la que yo formaba parte, evidentemente). Me pasó lo mismo en Bath, donde se hallan algunos de los más remarcables vestigios de la romanización en Gran Bretaña. Turistas con sus cámaras hacían casi imposible visitar las termas con un mínimo de tiempo y de detenimiento. 
Foto en  www.diariodelviajero.com
Este verano hemos visto cómo el Louvre sufría, más si cabe, la aglomeración en torno a la Gioconda, el icónico cuadro pintado por Leonardo da Vinci. Las cintas separadoras recuerdan el acceso a las atracciones de un parque temático como Port Aventura, Terra Mítica o el Parque Warner. La obra se ha situado en la Sala de los Estados, rodeada por magníficas obras de Rubens de gran tamaño. La imagen de la izquierda muestra el espacio con apenas unas pocas personas. No me diréis que no os recuerda a un parque temático o similar. No a un espacio para admirar arte. En la otra imagen, vemos in situ cómo se visita (y con un poco de suerte, se atisba) la Mona Lisa. Se pasa por delante unos segundos en los que muchísimos visitantes aprovechan para sacarse una autofoto, o un selfie. Tras eso, ¿misión cumplida? Ya se han inmortalizado junto a un icono del arte mundial, como el Guernica en Madrid, el busto de Nefertiti en Berlín o tantos otros. 
¿Y eso es todo? Pues, para la mayoría, sí, eso es todo. Tienen un documento gráfico -en el móvil, en la nube- que demuestra que ellos han estado allí, frente a la Gioconda, y que se han hecho una foto. Qué pobreza, en mi opinión. Otros fotografían, como pueden, el cuadro, sin salir en el mismo. Quizás esa práctica es más comprensible, aunque a la salida del museo tendrán mil maneras de llevarse un recuerdo de la Mona Lisa en la tienda, con mejor calidad, encuadre... 
Se ha producido un cambio tan grande en la concepción de la realidad que no sé si somos conscientes del todo. Se ha perdido, para la mayor parte de los que acuden a un museo, a un edificio antiguo, a un lugar relevante, el respeto a la historia, al arte, a lo trascendente. En ese sentido, se llega a conductas difíciles de creer en un lugar como Auschwitz, escenario de crímenes masivos en una de las páginas más negras de la humanidad, donde se vive una banalización de la visita, con una colección de selfies acompañados, muchas veces, de frases absolutamente inadecuadas.
Foto de @burgundyTouch en Twitter
No hace falta llegar a esos extremos. Decía que se ha perdido el respeto, ese "mirar desde lejos" que ha acompañado al arte, a la religión, a la política incluso, o a la ciencia, durante generaciones. En la experiencia artística, lo importante era poder contemplar, poder ad-mirar una obra relevante. Qué poco de eso queda: se ha vuelto un objeto de consumo más; no para adquirirlo, puesto que los cuadros de pintores consagrados están en los museos, fuera del alcance de nuestros bolsillos. Pero sí para capturarlo, para que forme parte de nuestra experiencia, para que podamos decir "Yo estuve allí, y ésta es la prueba". Es decir, nos hemos igualado a la obra de arte, en un camino absurdo, egocéntrico, infantilizante. Tan importante es nuestra presencia como la del cuadro o escultura: estamos en el mismo plano. En lugar de disfrutar de la contemplación, para poder guardar en nuestra memoria, en nuestra sensibilidad, el goce de una muestra de habilidad pictórica, escultórica, literaria (en caso de ópera o teatro), se prefiere reducir esa experiencia a un simple instante que se inmortaliza y, casi con toda seguridad, se sube a las redes.
Esa falta de distancia, esa pérdida de la referencia, se ve también desde el otro lado. Me sorprende que algunas iglesias anglicanas han instalado toboganes o un mini golf dentro de sus templos, como en Rochester. Así, esperan aumentar la afluencia de visitantes, cosa que, según parece, han conseguido. Pero, ¿a qué precio? Banalización, infantilización, una vez más. No hace falta ser creyente para visitar un templo religioso. Normalmente, su historia, el arte que contienen, son motivos suficientes. Pero no, hay que añadir un elemento foráneo, un reclamo de parque temático que asegure "pasarlo bien". A qué hemos llegado. 
Ya en los primeros setenta Abraham Moles habló de cultura mosaico, de la pérdida de un canon que ordene las experiencias artísticas: todo se acumula sin demasiado sentido, lo valioso con lo desechable. Se acaba así con la clasificación de los expertos, con toda una manera de entender el acceso a las bellas artes. Ahora, hemos dado un paso más: se ha convertido el arte en un objeto de consumo más, de consumo rápido para ser compartido en la red. Y olvidado casi al instante. 
Una vez más, la escuela puede asumir su papel de agencia cultural, puede enseñar a mirar, ahondando en una tradición renovada que permita disfrutar del arte como referencia. Hemos insistido mucho en la alfabetización audiovisual, en enseñar a mirar. La escuela, centrada en lo escrito, ha descuidado otras facultades, como sabemos. No sólo la mirada, también el habla: tantas veces se ha supeditado al descifrado de la escritura, la lectura, o su codificación. Y es evidente que lo escrito tiene su importancia; pero no hasta el punto de anular a lo demás. 
En un mundo de comida basura, televisión basura, naturaleza con cada vez más basura, no podemos permitirnos el arte basura. Todo está en Google, pero no todo es igual de importante, ni se puede aceptar acríticamente. Entre una hamburguesa y la Gioconda hay mucha diferencia. Recuperémosla.















martes, 6 de agosto de 2019

"Capital profesional": cómo crear desarrollo profesional docente

No voy a descubrir ahora a Andy Hargreaves y Michael Fullan. Solos, a dúo o con Dean Fink, han escrito algunos de los libros más reseñables de las últimas décadas sobre profesorado y cultura escolar. En el blog hemos comentado alguna de sus obras, como Profesorado, cultura y posmodernidad, un auténtico aldabonazo en su momento al proponer una visión novedosa sobre las culturas organizativas. En especial recordamos la reinterpretación que hace de la organización balcanizada, o su hallazgo de la colegialidad artificial, esa que hemos vivido tantas veces en los centros, impuesta desde arriba y desprovista, casi siempre, de enjundia pedagógica o didáctica.
En esta ocasión, los autores afincados en Canadá abordan un tema relacionado con los anteriores, dando un paso más al hablar de capital profesional. El libro, lo reconozco, no es de lectura fácil, y se ve lastrado por una traducción impropia de una editorial como Morata. Espero que tomen nota y que rectifiquen en un futuro. Así y todo, siempre dejan ideas interesantes para el profesorado y para el conjunto de la institución escolar.
Otra dificultad que encontramos es el contexto anglosajón en educación, que difiere bastante del nuestro, sobre todo en lo que a contratación de profesorado se refiere. Los autores hablan de abandono docente tras unos años de profesión, circunstancia que en nuestro ámbito público no ocurre una vez obtenida la plaza definitiva o la interinidad. También en la privada-concertada los abandonos son escasos, aunque se den más que en la pública por el factor antes comentado.
La obra se inicia con la comparación de dos tipos de capital en educación: 
-Capital empresarial, que considera la educación como un negocio para obtener ingresos considerables a partir de la aplicación de tecnología y materiales estandarizados, tanto de evaluación como de texto. El profesorado no es un factor importante, sino que se puede reemplazar con facilidad (en el contexto anglosajón) y tampoco hay que invertir demasiado en su formación inicial. La presencia de grandes corporaciones tecnológicas que colaboran con docentes corrobora esta visión, pero, atención, es la administración, a nivel político, la que plantea la educación como un gasto o como una inversión. Las políticas neoliberales están detrás de este planteamiento que llega con mucha agresividad ideológica revestido de modernidad (paradójicamente).
Portada de la edición española, en www.edmorata.es
-Capital profesional, que ofrece una visión más social de la educación, más centrada en el servicio público, fundamental para el futuro de la nación. Esta es la apuesta de los países que mejores niveles muestran a nivel internacional. La consideración del papel del profesorado es mucho más relevante, así como su formación inicial y continua. En sus propias palabras: "conseguir buenos profesores para todos los alumnos requiere que los docentes estén muy comprometidos, bien preparados, en continua formación, adecuadamente pagados, que haya un buen trabajo en equipo para maximizar su propio progreso y que sean capaces de hacer juicios efectivos al usar toda su capacidad y experiencia" (página 23).
El capital profesional está formado por tres partes, y aquí radica la novedad más sobresaliente, a mi entender, de la propuesta. No se trata, en cambio, el capital cultural de Bourdieu, que tuvo mucho predicamento en la década de los ochenta y posteriores. En cambio, Hargreaves y Fullan nos hablan de estos tipos de capital:
-Capital humano, referido al talento individual para desarrollar las aptitudes y conocimientos necesarios para la profesión docente. Aquí hablaríamos de la formación recibida, de la actualización individual de las destrezas profesionales dentro de una consideración exigente de la enseñanza.
-Capital social, que se da en las relaciones personales. A partir de las aportaciones del economista James Coleman, los autores lo identifican así: "se refiere a cómo la cantidad y calidad de las interacciones y relaciones sociales entre las personas afecta a su acceso al conocimiento y la información, su sentido de expectación, obligación y confianza, y hasta dónde es probable que se atengan a las mismas normas o códigos de comportamiento" (página 119). Vemos que, a mejor interacción, más capital social y más opciones de mejorar el capital humano, puesto que la confianza es tantas veces el motor, el inicio del cambio educativo. Recuperando aquella frase de la televisión de los ochenta: Sólo no puedo. Con amigos, sí. El cambio, para ser consistente, ha de ser compartido; de otro modo, las prácticas quedan aisladas y condenadas a desaparecer cuando los docentes que las aplican concursan, se jubilan o adquieren otras responsabilidades.
-Capital decisorio, concepto novedoso, que hace referencia en su origen a la jurisprudencia del derecho, y que se define así: "el capital que adquieren y acumulan los profesionales a través de experiencias estructuradas y desestructuradas, práctica y reflexión, capital que les permite hacer juicios en circunstancias en las que no existe una norma fija o pruebas inequívocas para guiarles. (...) está impulsado por la integración de una comprensión profunda y las experiencias de los compañeros en la formación de juicios realizadas en numerosas ocasiones" (página 124). Es una capacidad que tiene que ver con la práctica, con lo vivido, pero también con lo reflexionado. No hace falta recordar que una clase mal dada durante años no se convierte en una buena clase. Por tanto, el capital decisorio bebe de la observación, del intercambio de ideas y de la confrontación (en un sentido positivo) de prácticas para conseguir la mejora. Recuerdo que no hace mucho un compañero me pidió consejo acerca de una posible repetición de curso, y que lo propuso en grupo para el debate. Es decir, el capital decisorio se complementa a través de la interacción, y mejora así el capital social disponible, que, recordemos, se basa en relaciones de confianza.
En definitiva, una propuesta para aumentar la profesionalidad y responsabilidad del profesorado en la que los autores repasan algunos de sus temas más trabajados, pero se adentran en el cambio escolar con voluntad de que pueda aplicarse en los centros y que llegue al conjunto del sistema escolar. Para ello, dan unas pautas para el docente, para los centros y para el distrito (o zona escolar, diríamos aquí). 
La cuestión fundamental es superar el aislamiento y la colegialidad artificial, u obligada, para crecer como comunidad profesional de aprendizaje. Ese es el punto principal: favorecer el desarrollo profesional, entender nuestra profesión como una carrera de fondo en la que siempre se puede aprender, a pesar de los años de ejercicio y de estar, unos docentes y otros, en diferentes etapas vitales. En ese desempeño, los equipos directivos son clave para favorecer o entorpecer la mejora. Aceptar que hay maestros más preparados, o con más experiencia, que un directivo es un paso importante: el equipo directivo sirve, programa, guía, pero lo hace desde una perspectiva lo más horizontal posible. Aunque, en ocasiones, deba imponer su criterio argumentando las razones por las que toma su decisión. Pero no hace falta ser protagonista de todo (una verdad que he aprendido como director en estos años, y que ayuda mucho).
En resumen, una aportación valiosa al campo del papel del profesorado y de la cultura escolar, como cabe esperar de la trayectoria de ambos autores.



Sobre IA en educación: reflexiones desde Vila-real

  A principios de marzo se celebraron unas jornadas educativas en Vila-real, localidad donde trabajo desde hace ya cuatro cursos. El tema er...