Este mes de julio estoy arreglando, ordenando, mi despacho en casa. Me he traído unas cuantas cajas del colegio tras vaciar el despacho de dirección y un armario en secretaría, donde tenía materiales para dar clase. Durante estos cuatro años como director, siempre he intentado impartir clase con asignaturas, no sólo con refuerzos o inventándome talleres. Creo que es la mejor manera de mantener el contacto con las preocupaciones de los compañeros docentes, que han de programar, evaluar, poner notas, marcar las faltas de asistencia... Todas esas tareas que cobran sentido en el aula, con respecto a un grupo concreto de alumnado.
He recogido varias carpetas con fichas de años anteriores, sobre todo de lenguas, mates y ciencias sociales. Las he guardado a la espera de saber qué curso me tocará el año próximo, es decir, en septiembre. Mientras clasificaba las fichas, confeccionadas por mí la mayoría de ellas, me he puesto a pensar que nuestro trabajo tiene parte de artesanía, de silencio en el que se piensa, se decide, se elaboran materiales y se lanzan apuestas en forma de actividades que pueden funcionar mejor o peor. Una parte invisible de la docencia que es fundamental para la parte visible, para la interacción en el aula.
Esta reflexión no es nueva, evidentemente, pero creo que sigue siendo pertinente. Todos los docentes tenemos un saber pedagógico más o menos explícito, fruto de nuestros estudios iniciales -en magisterio o en un máster facultativo de secundaria- y de nuestra experiencia en el aula, a poco que la veamos con cierta distancia crítica. ¿A quién no le ha pasado que ha preparado una actividad con mucho mimo, y que luego ha funcionado regular? Y al revés, un hecho fortuito da mucho juego. Una práctica que no evoluciona con los años es, cuando menos, pobre conceptualmente, y
probablemente insatisfactoria. Atención, no hablamos de cambiar por cambiar, ni de aceptar acríticamente cualquier novedad. El modelo de recetas en que se basó gran parte de la formación permanente del profesorado ya ha pasado a mejor vida. Y hemos de ir más allá de la espectacularización de la educación, de la autopromoción con vídeos chulos de cualquier actividad. No es que yo esté en contra de la proliferación de vídeos, pero tampoco creo que aporte demasiado a lo que ocurre en las aulas. Otra cosa que hay que revisar, a mi entender, es un uso adecuado de las TIC: por sí mismas, como sabemos, no mejoran nada; en cambio, si las dotamos de valor añadido, son un factor de aumento del aprendizaje, de explorar otros caminos más interactivos, más sugerentes. Trasladar la actividad de la ficha en papel al ordenador, nada más, no aporta demasiado. Hay que repensar, replantear, sin abandonar. Y además, con la situación que hemos vivido de suspensión de clases presenciales, estar al margen de las TIC es un lujo exótico que ya no nos podemos permitir nadie en educación. Al igual que no se puede confiar sólo en el libro de texto como herramienta única: estaba pensada para otra época, más industrial, con una información mucho más reducida para el alumnado y sus familias. Supongo que somos conscientes de ambas cosas: la necesidad de dominar a un cierto nivel las TIC y la obligada complementación de la propuesta curricular del libro de texto, si se utiliza todavía. El manual de texto ha sido, históricamente, un gran desprofesionalizador de la docencia, al darlo todo hecho y meditado. De ahí las críticas que ha recibido; es un modelo que rutiniza, que nos mete en una zona de confort que puede acabar ahogando la iniciativa novedosa, el pensamiento divergente en la docencia.
Artesano medieval, en Pinterest, tablero de Handecó Shop |
En Twitter asistimos a debates docentes sobre la zona de confort, si hay que salir o quedarse, y qué beneficios puede tener cada decisión. En este tema, corremos un peligro evidente, que he visto representado en compañeros míos: idealizar un horizonte didáctico inalcanzable, tan lejano... que no me muevo del sitio, porque, total, no voy a alcanzarlo nunca. Recordemos a Eduardo Galeano: La utopía sirve para eso: para caminar. Y cada curso cambian las circunstancias personales, grupales, ambientales... del alumnado. Querer que todo siga igual es, simplemente, una quimera. Y querer que todo se adapte a mí, tutor omnisciente, aún es más quimérico.
Por eso, por mejorar la práctica y tener una visión más completa de la educación, es bueno no estar siempre en los mismos cursos de primaria, con una tutoría ascensor en la que ya se sabe todo; o en los mismos niveles de ESO o Bachillerato. Además, esa permanencia suele ir ligada, casi exclusivamente, a la antigüedad en el centro, aunque ya se ven iniciativas que modifican esa situación, marcando unas rotaciones en primaria, abriendo la posibilidad de ámbitos en secundaria... Nuestra conselleria, en Valencia, aboga porque primer curso de primaria sea impartido por docentes preferiblemente definitivos en el centro.
Ya hemos abordado estos temas en otros artículos del blog. Mi reflexión de hoy venía dada por la imagen de un docente de cincuenta y dos años pasando una tarde de julio en un despacho silencioso, archivando fichas que tal vez no use más, ordenando cuadernos de práctica de hace años, salvados del reciclaje (cuánto nos cuesta deshacernos de materiales), a la vez que abierto al uso de la red para obtener nuevos recursos, personalizar aprendizajes, seguir, en definitiva, dando respuesta a las necesidades de su alumnado diverso. Y eso es un sencillo ejercicio de artesanía, de repaso por la trayectoria que uno ha llevado en primaria, a la vez, supongo, que trasladable a otras etapas educativas. Por eso, entiendo que la tutoría, en infantil y primaria, es un arte. En secundaria también, y probablemente con mayor dificultad por la edad del alumnado y por las tareas de coordinación que lleva implícitas. Pero, a nivel didáctico, pocas cosas más determinantes que la acción tutorial en un CEIP. Una práctica ligada a un espacio que se territorializa, sobre el que se reflexiona y se experimenta, que configura la práctica. Una de las cosas que más he echado de menos durante los años de dirección ha sido tener mi aula, un lugar propio, tras trece años de tutoría en primaria, en cinco niveles distintos (por elección propia, he de decir). Una acción tutorial ligada, sobre todo, la lectoescritura, al dominio de los fundamentos de la comprensión lectora y de la aproximación a la escritura, tanto funcional como creativa. También al cálculo y, cómo no, a una socialización adecuada, a un vivir con los demás, no importa cuán distintos de uno mismo sean. Una vez más, un ejercicio artístico para el profesorado, un desafío a la rutinización, una manera de prestigiar nuestro trabajo: la utilidad de los aprendizajes planteados, la reflexión continua. Y eso, disponer de aprendizajes útiles, no puede ser, ni para el alumnado ni sus familias, una cuestión de suerte, según la persona que lleve la tutoría. No es justo, pero sabemos que ha ocurrido tantas veces. ¿Quién pierde? Las familias que no pueden suplir lo que falta con ayudas externas.
El curso próximo tenemos ante nosotros un auténtico rompecabezas en forma de conjugar, de la mejor manera posible, aprendizaje y seguridad, a causa de la COVID 19 y todas sus implicaciones en los centros. No me cabe duda que las cosas saldrán bien, mayoritariamente, por el compromiso de los docentes y de los equipos directivos. Se aumenta, en principio, el trabajo tutorial, se plantea que los docentes especialistas den clase a distancia para no entrar en contacto con el grupo clase... Veremos en qué quedan las instrucciones de inicio de curso, donde se desarrollarán todas estas cuestiones. Hoy, 12 de julio, todavía no se han publicado en la Comunidad Valenciana. Tampoco se nos asegura más profesorado. Ya digo, un año complicado el que nos espera. Un año para ejercer, una vez más, todo nuestro saber hacer, ese arte humilde, callado tantas veces, de sostener una tutoría.
Que no se me enfaden los no tutores en infantil y primaria: la tutoría es, incluso en el ROF, una tarea compartida. Y es valiosa por lo que se hace en clase, como por lo que se hace fuera, según decíamos al principio. Un arte basado en la pedagogía, en la buena voluntad, en el tesón, en hacer lo que se puede y reclamar, si cabe, lo que se debe. Coordinar, informar, ayudar, observar, anotar y sobre todo, conocer al alumnado y a sus familias. Nada que no sepamos de siempre. Pero siempre de actualidad.
El curso próximo tenemos ante nosotros un auténtico rompecabezas en forma de conjugar, de la mejor manera posible, aprendizaje y seguridad, a causa de la COVID 19 y todas sus implicaciones en los centros. No me cabe duda que las cosas saldrán bien, mayoritariamente, por el compromiso de los docentes y de los equipos directivos. Se aumenta, en principio, el trabajo tutorial, se plantea que los docentes especialistas den clase a distancia para no entrar en contacto con el grupo clase... Veremos en qué quedan las instrucciones de inicio de curso, donde se desarrollarán todas estas cuestiones. Hoy, 12 de julio, todavía no se han publicado en la Comunidad Valenciana. Tampoco se nos asegura más profesorado. Ya digo, un año complicado el que nos espera. Un año para ejercer, una vez más, todo nuestro saber hacer, ese arte humilde, callado tantas veces, de sostener una tutoría.
Que no se me enfaden los no tutores en infantil y primaria: la tutoría es, incluso en el ROF, una tarea compartida. Y es valiosa por lo que se hace en clase, como por lo que se hace fuera, según decíamos al principio. Un arte basado en la pedagogía, en la buena voluntad, en el tesón, en hacer lo que se puede y reclamar, si cabe, lo que se debe. Coordinar, informar, ayudar, observar, anotar y sobre todo, conocer al alumnado y a sus familias. Nada que no sepamos de siempre. Pero siempre de actualidad.
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