miércoles, 13 de enero de 2021

Arte, publicidad, consumo: del artista global al No logo



 Uno de los ejes temáticos de mi blog, en los últimos tiempos, ha sido la educación artística, la relación de la escuela y de la sociedad con el arte, tema al que hemos dedicado varios artículos. A pesar de ello, no he creado una etiqueta ad hoc, ya que consideraba que la formación artística forma parte del planteamiento general didáctico de un centro; es más, el arte puede ser vertebrador de la vida de la escuela, sin caer en folklorismos varios o en los consabidos Picasso, Miró, Mondrian y Paul Klee. La expresión artística como conocimiento de la realidad y como método de autoconocimiento del alumnado. Vaya programa didáctico. Qué cambio de perspectiva, sin duda. Pero no era eso de lo que quería hablar hoy.

Este artículo viene motivado por el libro De Warhol a @yodominguez, escrito por Pilar Alfonso, @totmarques en Twitter, que he leído estas vacaciones de navidad. Es un libro que se lee con facilidad, a pesar de tocar temas de calado sobre la relación entre arte y sociedad (y por ende, aunque no es la finalidad del ensayo, con la escuela como institución). La obra se divide en dos partes:

-La era pop, en la que se desmienten algunos tópicos como que arte pop significa arte popular, o que no tiene conciencia crítica; en esta parte, se hace un ameno recorrido por las obras de reconocidos artistas pop, como Hamilton y Warhol, y se complementa descubriendo dos artistas, una valenciana y otra catalana, que también trabajaron desde una óptica pop más en la opción del Equipo Crónica: Isabel Oliver y Eulàlia Grau. 

En esta parte, encontramos una reveladora comparación entre Manojo de espárragos, de Manet (1880) y la Sopa Campbell - Lata de espárragos, de Warhol (1962): cómo se ha incorporado la visión industrial al arte, y se ha normalizado la marca comercial como seña de identidad, además de la repetición de la obra de arte como fruto del proceso fordista de producción en cadena. Un cambio espectacular, ya que la singularidad era una de las características del arte anterior al siglo XX. Un cambio reflejado en dos maneras de abordar un tema tan humilde como los espárragos.

También se aborda la transformación de los espacios artísticos en lugares de consumo, despojados de su trascendencia e incorporados, bien al dominio de las marcas comerciales, bien a la visibilidad efímera que proporcionan los selfies: la obra de arte como objeto a consumir, es decir, como reclamo para aparecer en las redes junto a o delante de un icono cultural; el caso más extremo, que ya comentamos aquí, es la avalancha de visitantes en la sala del Louvre que contiene la Gioconda, convertida en lo más parecido a las filas que se organizan para subir a la última atracción de un parque temático, tipo Port Aventura.

Porque, al final, todo es consumo. El arte se ha banalizado, por una parte, se ha desacralizado, si se quiere, y hecho accesible de manera superficial. En nuestros días, con respecto a este tipo de arte, prevalece un artista global disponible que se convierte en carne de selfie, desactivando incluso unos inicios subversivos, como podría ser el caso de Banksy. 

Al mismo tiempo, una opción artística se ha intelectualizado en el espacio conceptual, se ha hecho más difícil de entender, y por ello más minoritario, para iniciados. Son las obras que llenan las salas de los museos de arte contemporáneo y que suponen una dificultad para los visitantes, ya que han de completar, de algún modo, la propuesta. 

El desafio, para la escuela, está claro: enseñar a mirar, a tomar distancia con el objeto artístico, sin mitificarlo ni banalizarlo. Digo distancia porque respeto, en su significado primitivo, significa eso, mirar con distancia. Y distancia física es la que cada vez menos se guarda con el objeto de arte. Es complicado ver una exposición mainstream con cierta calma, como me gusta a mí. Quedarme unos minutos viendo los detalles del cuadro, fijándome en la composición y en posibles mensajes irónicos, que a veces aparecen. En este sentido, me ha gustado e impresionado la exposición de Antonio López y María Moreno en la Fundació Bancaixa de València, hace unos días. Me tomé más de una hora, y me quedé con ganas de seguir. Por desgracia, era domingo y había mucha gente, y no lo digo en tono elitista. Recupero el inicio de este párrafo: hay que enseñar a mirar, para que la experiencia artística sea relevante, construya parte de nuestra sensibilidad, más allá de la inmediatez del clic, que nos recorta la atención ante la proliferación de estímulos.

-La segunda parte está dedicada a autores que han cuestionado la relación del arte con las marcas, a partir del No logo, de Naomi Klein (reconozco que no lo he leído, sólo he consultado reseñas), que se publicó en 2000. No sólo la relación entre arte y marcas, sino la inmersión en el hiperconsumismo, en la consolidación de una religión laica: la posesión de determinadas marcas. El caso de Apple sería paradigmático como estatus de distinción a un precio asequible (pero mucho más caro que sus competidores) que tiene legiones de seguidores dispuestos a aflojar la mosca cada vez que salen productos nuevos -es decir, cada pocos meses. En Mediamarkt, una vez, me encontré con una pareja que decía al dependiente: Nosotros es que somos gente de Apple. A veces pienso que Lipovetsky se quedó corto en su análisis.

Frente a esto, el cuestionamiento de las marcas, cuando no una franca oposición artística. Recuerdo, hace muchos años, en Villena (Alicante) asistí a una actuación de Leo Bassi, el comediante italiano. En un momento de la actuación, pidió a un joven, con una camiseta azul de Adidas, que le dejara cortarle el logotipo, situado a la altura del corazón, como un acto reivindicativo contra la marca. Al final, el joven accedió y la performance tuvo éxito (a costa de la camiseta del joven).

En el libro de Pilar Alfonso aparecen interesantes reinterpretaciones de temas clásicos, como el uso de calaveras en el arte: mientras que en la Edad Media y Moderna la calavera recordaba el memento mori, en la obra de Gurt Swanenberg se recubre de marcas conocidas, como una vanitas contemporánea en la que se invita, irónicamente, a vivir consumiendo, a cumplir con la religión del espacio comercial, que ha desfigurado las ciudades al copar las mismas marcas los lugares privilegiados, afirmando el triunfo del capitalismo transnacional, una globalización del gusto que empobrece la diversidad, la esconde, la uniformiza. A la vez, la hace signo de diferenciación, de estatus. Como diría Bauman, hemos pasado de ciudadanos a consumidores. Echo en falta, por cierto, alguna referencia a este filósofo y sociólogo, de diagnósticos tan acertados sobre nuestra época. No obstante, me parece una obra bien fundamentada que ofrece pistas teóricas para quien quiera adentrarse por ellas.

Como veis, muchas pistas y sendas a transitar en este libro, hasta llegar a Yolanda Domínguez y sus actuaciones artísticas. No quiero ser exhaustivo, ni hacer una reseña al uso: preferiría que leyerais el libro. Está en catalán, pero espero que pronto haya una edición en castellano para los que no domináis esta lengua. 

Termino, como no puede ser de otra manera, repensando el papel de la escuela en este tema del consumo; de hecho, creo que va muy ligado a aprender a mirar. Analizar la publicidad, que nos llega de mil maneras distintas, es un paso. Dotar al alumnado de un espacio de reflexión sobre la necesidad creada de las marcas, otro. Colaborar en ese análisis con las familias, un tercero. Y así seguiríamos, claro. No se trata de decir qué comprar o qué no, pero sí tener la posibilidad de gritar, como en el cuento, que el rey va desnudo, y que hay cosas en la vida sin precio y con todo el valor del mundo. Y sin marca alguna a la que rendir pleitesía.


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