Este artículo no tiene un tema definido, porque en sí mismo quiere hablar de la escuela: esa gran mezcla de aspectos, factores, intereses y posicionamientos personales o colectivos. Estamos a mediados de septiembre, el mes que define, en gran parte, lo que ocurrirá durante el resto del curso escolar. En septiembre se elaboran los horarios, se incorporan profesores, se redactan las programaciones... (vamos a pensar que no se copian sin más, cumpliendo así un engorroso trámite burocrático). Y después, vienen los imprevistos: plazas de profesorado que no se cubren, problemas con la matrícula de algunos alumnos, padres disconformes con alguna decisión tomada -como reagrupar clases en determinados niveles- o incluso que un accidente deje inservible la entrada peatonal al centro (nos ha pasado a nosotros este año).
Estado actual del patio de infantil de mi CEIP |
Todo esto configura un panorama que recuerda, si se me permite la comparación, a un circuito de obstáculos, una pista americana como las que se usan en adiestramiento militar, con el agravante de que no se sabe con certeza ni qué dificultades hay que enfrentar ni cuándo van a aparecer. Digamos que, además de los elementos fijos, cada cierto tiempo sale alguien lanzando ráfagas de metralleta. Como consecuencia lógica, el nivel de tensión, el temido estrés, de los participantes va en aumento. Normalmente, a mayor responsabilidad, mayor nivel de estrés. Digo esto en mi segundo año en la dirección de un CEIP, que está siendo más llevadero que el primero, puesto que me enfrento a situaciones ya vividas con anterioridad. Reconozco que no he aprendido a calcular, a poner distancia, aunque sí he entendido que implicarse no puede equivaler a cargar con el peso del problema, porque al final ese peso aplasta.
La tarea directiva, como la tarea docente, está llena de complejidad. Se nos pide que seamos administrativos, planificadores, organizadores, vigilantes, mediadores, representantes de la comunidad escolar... y por último, o al principio, ya no sé, "líderes educativos". Escribo la expresión entrecomillada porque realmente no tengo claro cómo se ejerce ese liderazgo. Lo que sí es palmario es establecer y mantener las prioridades de actuación, que serán asediadas por todo tipo de vicisitudes inesperadas, como llegar el 1 de septiembre al centro, abrir dos aulas y descubrir... que han robado los ordenadores de sobremesa. Es lo que nos encontramos este año.
Y si se quiere, por ejemplo, facilitar la coordinación del profesorado, el equipo directivo ha de dar ejemplo y participar, además de programar, en las reuniones que sea posible. Y facilitar el tiempo y el espacio, además de proponer cuestiones relevantes. Estoy cansado -supongo que muchos compartís mi sensación- de reuniones convocadas porque lo marca un calendario aséptico que lleva a la desmotivación, a la rutina, a no tratar asuntos de verdadera índole pedagógica. Es lo que Hargreaves denominó, con gran acierto, colegialidad artificial, en la que no se avanza hacia la coordinación sino que se mantiene la situación de bloqueo, de calma chicha en el centro.
Estar en la dirección para administrar, sin más, es un error, además de un aburrimiento. Sabemos que existe un estilo de dirección muy burocratizado, que se dedica a sus papeles sin entrar en cuestiones mollares. Son directores con poco apego al aula, a la docencia. Normalmente, esa manera de dirigir lleva a la degradación pedagógica del centro, que no debate sobre la esencia de su trabajo, sino sobre temas menores o incluso intrascendentes. Así, cualquier actividad colectiva, que requiera coordinación -esa maldita palabra- deviene un drama, un engorro, una obligación que, si se puede, se rehúye. La decadencia se acentúa, de manera habitual, porque el profesorado más implicado, si no ve perspectivas de cambio organizativo, termina por marcharse o aislarse. La imagen pública del centro se deteriora: se ve como una escuela anticuada, que no evoluciona, a la que no vale la pena llevar a sus hijos.
Mientras tanto, los docentes que entienden su trabajo como una acumulación de trienios y sexenios a la espera de la jubilación, están encantados porque, en efecto, ese día llegará y lo demás tiene poca importancia. Frente a esto, sin caer en maniqueísmos de buenos y malos, otros maestros se plantean mejoras en su práctica, son inquietos, entienden que los tiempos piden adecuarse a la situación, no al revés. Y esta actitud es la que se debe incentivar desde la dirección. Con un rumbo marcado, con flexibilidad y sabiendo que conseguir tres cuando quería conseguir cinco es mejor que no conseguir nada, y que se sigue avanzando. Eso me consuela, me anima a continuar. Poco a poco, el rostro de la escuela va evolucionando. Mejor una crema antiarrugas que la cirugía estética: consolidar los cambios y, por encima de todo, hacer protagonistas del cambio a los docentes. Confiar en sus aportaciones, debatir, dar la palabra... escuchar y no sólo hablar. Facilitar la innovación, sin dejar de lado a aquellos más reticentes pero que también se esfuerzan. Como decía antes, una tarea compleja, pero que vale la pena. Y que va dando frutos.
Mucha paciencia, es evidente que "lo urgente desplaza a lo importante" pero hay que seguir con la ilusión, con aquellas personas que creen que otra educación es posible y que su trabajo merece la pena porque Educar es complejo pero hace a la ciudadanía más libre. Ánimo, compañero. Saludos.
ResponderEliminarMás tarde de lo que me gustaría, respondo a tu amable comentario. Coincido en todo contigo: sin la ilusión por mejorar la educación de manera concreta, no vale la pena batallar tanto y con tantas cosas alejadas, por burocráticas, de la realidad del aula. Gracias por comentar.
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