miércoles, 29 de enero de 2020

¿Qué está pasando en la escuela?

Vivimos tiempos complicados en la escuela. No sólo en las etapas secundarias, sino también, cada vez más, en la primaria e incluso en infantil. Lamento que éste sea el inicio del artículo, pero no veo otra manera de empezar esta reflexión sobre la infancia y juventud que tenemos en las aulas. 
Hace muchos años, José Manuel Esteve escribió El malestar docente, libro en el que se mostraba la situación de la profesión en 1994, recién implantada la LOGSE. En esa obra ya se intuía la crisis de la profesión docente -entendida, sobre todo, como objeto de cambio y adaptación al mismo- por la acelerada transformación social que la escuela no podía asimilar tan rápidamente. 
¿Qué habría que escribir hoy, cuando la escuela se ha visto superada como agente de conocimiento por internet en sus múltiples facetas? ¿Qué decir, cuando competir con la hiperpantallización es tarea imposible, a pesar de tener conexión a internet en nuestras aulas? ¿Qué hacer, cuando las normas y reglas de la escuela se ven contraprogramadas por innumerables chats de padres, alumnos, o por los medios de comunicación? ¿Cómo educar en la sexualidad si a los nueve o diez años ya se tiene acceso indiscriminado a páginas pornográficas que deseducan, con efectos desastrosos para la afectividad de nuestro alumnado, y no digamos para su iniciación posterior a las prácticas sexuales, absolutamente desvirtuadas?
La problematización de la enseñanza propia del periodo adolescente se ha trasladado a primaria. Los problemas disciplinarios aumentan, como se ve en los registros de incidencias en mi comunidad autónoma. La adaptación a los cursos de primaria es complicada, cada vez cuesta más la adquisición de hábitos por parte del alumnado, hábitos que son necesarios para el aprendizaje, pero que requieren de un bien escasísimo hoy en día: la atención. Una atención que se dilapida en multitud de imágenes a que se expone a los niños incluso antes de saber hablar. No es extraño ver a un peque en un carrito con el móvil en las manos. En lugar de atender a los estímulos de la calle, se le aísla en una realidad artificial que probablemente no comprende, aunque le llama la atención. Esa exposición llega a ser adictiva, y produce un menosprecio de lo real, como bien señala Catherine L'Ecuyer en Educar en el asombro, ya reseñada aquí. 
Alumnado de mi centro en una celebración festiva escolar
En el patio de primaria, la cosa no va mejor. A veces comentamos que estos niños y niñas no saben jugar, o al menos, juegan de una manera distinta a cómo nosotros, o las generaciones anteriores a ellos -hablamos de hace diez, quince años- jugaban. Falta, en general, pisar la calle para el juego autónomo y se ve una dependencia grande de lo virtual, de las pantallas, que no están en el patio. Ni siquiera, muchas veces, les apetece correr, saltar, ocupar el espacio de otra manera más libre. Y gritan sin motivo, juegan a luchar -imitando videojuegos, supongo- y se aburren, en tantas ocasiones. Ese, el aburrimiento, es uno de los principales efectos de la hiperexposición estimular: al final, nada llena, porque todo cansa. 
Recuerdo una anécdota de hace muchos años. En pascua, es costumbre valenciana salir con las familias a comer, tanto el domingo como el lunes de pascua, que es festivo. En mi grupo de amigos visitamos la Torre d'En Besora, un pueblo pequeño donde yo estaba de maestro ese curso, el la comarca de l'Alt Maestrat, en Castelló. Pasamos todo el día por allí, y por la tarde echamos un partido de fútbol en un campo cercano. Sobre las ocho de la tarde, algunas familias decidieron volver a casa. Protestas de sus hijos, aun no querían marchar. Un poco antes, encontramos a unas alumnas mías que habían salido a recoger piedrecitas en los alrededores del pueblo. Ese había sido su día festivo. Y estaban contentas. El contraste me dio que pensar. Unos tanto, y descontentos; y otras tan poco, y satisfechas. Pues así ocurre a nivel general, que podemos hacer extensible a la hiperpaternidad, o los padres helicóptero, que sobrevuelan constantemente sobre su prole sin dejarles sufrir contratiempos -que aun así acontecen, evidentemente- y que consiguen, en ocasiones, el efecto contrario: nada es suficiente, nada satisface, porque se valora poco lo mucho que se tiene.
¿Y la escuela, qué responsabilidad tiene? Porque no queremos caer en el victimismo, ni en echar la culpa de todo a las familias. Primero, hay que saber qué alumnado tenemos; y para eso, un poco (o más) de sociología nos ayuda. Creo que es fundamental que los centros de formación den oportunidad de conocer estudios serios sobre la sociedad actual, esta modernidad líquida en la que la escuela hace aguas, dado su carácter de institución sólida, difícil de adaptarse a la vertiginosa inercia del cambio tecnológico, que está llevando a una transformación de las relaciones y de la autoridad. La escuela ya no es, tantas veces, el lugar de lo nuevo, sino de lo rutinario. Y conviene recordar, como dijo alguien, "No sé quién inventó el agua, pero desde luego no fue un pez". Es decir, que una visión externa, más global, nos ayuda.
Hemos dicho en otras ocasiones que en el aula falta perspectiva, aunque podamos llevar la cuenta de las cosas que hemos dejado de hacer con alumnado de esa misma edad... porque no saben, o no les interesa. Yo mismo repaso exámenes que hacía años ha, y veo cómo hemos bajado la exigencia. O actividades que se podían llevar a cabo, y ahora suenan a ciencia ficción escolar. Y todo aderezado con mucha diversión, mucho disfraz, mucha fiesta... El valor del aprendizaje se diluye, porque hay que buscar divertir, cuando lo que queremos es interesar.
Se propone, de manera acrítica, la felicidad como meta; el problema es definir qué es la vida buena, en qué consiste la felicidad. Porque parece que nuestros niños y jóvenes no son felices. Están más cerca del desquiciamiento que de la felicidad. Todo deprisa, sin dejarles vivir la infancia que es una época con sus preocupaciones y satisfacciones; no hace falta acelerar tanto, saber tanto (sin estar preparados para ello, es decir, deformar la información) y sí se necesita estabilidad. Familiar, emocional, incluso física. Y de eso no andamos sobrados, en esta sociedad del yo, del proyecto personal ante todo. Lo sufrimos todos, pero los menores, los primeros. Y los docentes lo vamos notando, nos va afectando, nos vamos quemando. Porque la carga, antes más repartida, es ahora excesiva para nuestras fuerzas.
Y, evidentemente, revisar el curriculum, adaptarlo a los nuevos tiempos, impulsar la novedad del aprendizaje más que su repetición sin demasiado sentido. Que haya un poco de incertidumbre, de sorpresa, en lo que se hace día a día. La escuela industrial, el aula huevera, han pasado y no volverán. Creo que todos lo sabemos. La escuela ha de hacer su parte, reflexionar, avanzar para recuperar su valor, devaluado socialmente en un ambiente donde triunfa la vulgaridad televisiva, el encarnizamiento en las redes, el trazo grueso, el consumo innecesario y permanente. Pero necesitamos de un debate más amplio: ¿Qué quiere esta sociedad ser de mayor? Es decir, ¿qué queremos para nuestra infancia y juventud? Una deliberación poco postmoderna, pero imprescindible. 

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