Mi intención, he de reconocerlo, era no escribir artículos en agosto, o hacerlo, todo lo más, con una visión más lúdica, como ha sido otras veces, para hablar del turismo de masas o la educación vial, temas que se pueden relacionar con la escuela. En este caso, a partir de un intercambio de tweets con una respetada colega de secundaria, he sentido la necesidad de escribir unas reflexiones de manera más extensa que en un hilo de Twitter. Aprovecho para decir que los hilos no sustituyen, en mi opinión, un artículo de blog, que puede tener más recursos y que debería ser más fácil de leer (no siempre se consigue, soy consciente). La afirmación que me sorprendió fue la siguiente:
Trato de ser una enseñante, no una educadora. Educar es domesticar.
La diferencia entre enseñar y educar es muy antigua. De hecho, en mis estudios de magisterio y la posterior licenciatura en ciencias de la educación (uno es de plan antiguo, qué le vamos a hacer), recuerdo la distinción entre diversos conceptos relacionados con la educación que no son sinónimos: instrucción, enseñanza, adiestramiento son algunos de ellos. Son partes de la educación, que es un concepto mayor. Recordando la etimología de educar, tenemos dos opciones: educere, sacar de dentro, hacer aflorar, y ducere, llevar a un sitio. De hecho, el mismo término pedagogo proviene de quien conduce al niño y lo acompaña, normalmente un esclavo de confianza en la Grecia clásica. En la educación, ambas acciones están ligadas: se quiere que el alumnado alcance su potencial, a la vez que se le marcan unas metas preestablecidas en aquello que llamamos curriculum, que se ha ido concretizando y complejizando a lo largo de los siglos, a la par que la institución escolar. El curriculum, como la escuela, son hijos de su tiempo.
La escuela grecorromana enseñaba gramática, música y educación física, sobre todo. La escuela altomedieval instauró una división más elaborada de la educación al introducir las artes liberales, divididas en el trivium y quadrivium, dedicadas a la elocuencia o conocimiento de la lengua, la primera, y las matemáticas, la segunda. En torno a ellas se artículo un curriculum bien estructurado, propio, eso sí, de las personas libres, frente a las artes serviles del trabajo manual. La organización de los saberes era esta:
Tomado del artículo enlazado anteriormente
Mucho más tarde apareció Comenio con sus innovaciones, la extensión de la educación formal en el XIX, hasta llegar a la escuela de este siglo, perpleja en muchos aspectos, inserta en la modernidad líquida, que se cuela en los centros a pesar de la solidez institucional de tantos años. Una escuela donde enseñar no es fácil, y más complicado es educar.
Volviendo a la afirmación primera, se piensa que educar es ahormar al educando (perdón por el arcaismo) a la manera de pensar de la sociedad. Y es así, desde una perspectiva global del curriculum, que incluye los fines de la educación, sus finalidades recogidas en una ley orgánica de obligado cumplimiento. Y sorprende ver cuán reguladas están dichas finalidades, qué espíritu las anima, en qué se basan. Pero, ¿son conocidas por el profesorado? ¿Se leen las leyes orgánicas los que han de aplicarlas? ¿O se dejan llevar por sus opiniones sobre educación, valores, etc? Puede darse el conflicto interno entre la conciencia y lo que exige el curriculum, ciertamente, en algún aspecto concreto. Pero no debería ser lo habitual. Lo común, desgraciadamente, es el desconocimiento de las leyes, más allá de lo que afecta a horarios, asignaturas, es decir, lo que llega a las aulas en forma de prescripciones curriculares y decretos de concreción del curriculum.
Entiendo que los valores imperantes en la sociedad puedan no gustarnos. Atención, los valores que cotizan al alza, más allá de los discursos bienintencionados u oficiales. En ocasiones, antivalores. Y hay que denunciarlos, desenmascararlos, combatirlos. Es una batalla cotidiana entre lo que busca la educación y lo que hay en el ciberespacio, en las pandillas, en la calle tantas veces. Entre lo que ocurre en el aula y en el patio o en el pasillo, sin ir más lejos. Esa distancia, a mi entender, es la que hay entre enseñar (instruir, adiestrar) y educar (formar, construir). Es la idea que subyace tras el concepto alemán de Bildung. Una idea que no ha dejado de ser actual; es más, hoy es muy necesaria, cuando los referentes reales son tantos y tan alejados de una responsabilidad social, muchos de ellos. Y cuando la educación ha dejado de ser una etapa concreta de la vida, para pasar a considerarse un continuo vital, una exigencia de la vida del siglo XXI: siempre estamos formándonos, aunque no sea en la universidad o en el instituto. O eso, o quedarse atrás.
El problema es que hay que actuar en el patio y en el aula, no sólo en uno de los dos espacios. Y analizar los medios de comunicación, dotando de estrategias de análisis al alumnado que lo vive, puesto que lo percibe de manera total. "No es mi problema" si no incumbe a mi asignatura ya no puede ser respuesta. No hace falta ser Quijotes, sólo profesionales.
Enseñar como manera de no adoctrinar, ese es el pensamiento que subyace en la afirmación que da lugar a este artículo. Enseñar para no educar, que es domesticar, para no manchar ideológicamente los contenidos (supongo) con mis propias convicciones. Se buscará la asepsia, entiendo. Enseñar como señalar, etimológicamente. Sí, pero, ¿para qué? La respuesta la damos no desde una mentalidad práctica (esa que amenaza a las humanidades últimamente) sino que requiere pensar desde un presupuesto vital, de tarea humana, de guía en un proceso.
Hannah Arendt decía que la educación era la obligación y la responsabilidad de una generación hacia la siguiente, para transmitirle lo valioso, una síntesis del saber acumulado, sin marcar completamente el camino, dejando a la nueva generación su espacio para construir sus ideas. Eso no es adoctrinar, es educar, porque se deja libertad y capacidad de juicio. No se trata de oponer rigor académico a educación integral: se trata de dar la segunda sin renunciar a la primera.
En el siglo XX se han dado casos dramáticos de adoctrinamiento, de uso de la escuela como lugar de propaganda y como un arma política más, bien contra el enemigo interior o contra contendientes bélicos. Zweig cuenta cómo en las escuelas austríacas se tergiversó la historia durante la I Guerra Mundial en contra de ingleses y franceses. Y los regímenes totalitarios han abusado del adoctrinamiento y control de la escuela, como bien sabemos.
No existe una educación neutra. Como tarea humana, tiene sus sesgos, sus errores, imperfecciones. Pero es una tarea indispensable. En las sociedades inmovilistas, tradicionales, para que nada cambiase, para que la tradición gobernase y se afianzase. En esta sociedad nuestra, tan cambiante e insegura, preparar para el cambio constante es complicadísimo, más si se ha cuestionado el canon artístico y se ha pasado a una visión de cultura-mosaico, como ya advirtió Abraham Moles en los setenta, en la que se aprende por acumulación y contacto, más que por jerarquía estética.
Posiblemente estemos todos desorientados. También las familias, aquejadas de inseguridades y dificultades que no se habían visto antes, a pesar del progreso económico y sobre todo tecnológico que ha facilitado la vida. Y es verdad que la familia es la primera socializadora y educadora, y ese papel no puede ser sustituido (ni debe). Pero si la escuela no tiene posibilidades de igualar, de compensar, pierde su papel social.
La educación se mantiene como un esfuerzo de racionalidad, un punto de referencia al que tantos se acogen. Y esos muchos no pueden conformarse con ser enseñados, que ya es mucho. Necesitan ser educados, formados, preparados para convivir y elegir. Con ayuda adulta, de educadores, en sentido amplio. Y si no lo hace la escuela, lo harán -deformemente- los medios de comunicación, las redes sociales, la oferta indiscriminada de internet. No podemos resignarnos a que esta generación sea -desde los ocho años en adelante- carne de Tik-tok.
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