Este artículo no pretende analizar el inicio de curso desde una perspectiva técnica: la implantación de la LOMLOE, accidentada y a destiempo, los nuevos currículos a aplicar, recién salidos del horno de cada consejería autonòmica (algunos aún están cociéndose, cosas de palacio), no son objeto de estudio. Tiempo habrá de ver y de entresacar lo mollar de cada cuestión. Eso, suponiendo que esta reforma sobreviva al gobierno que la promueve, que es mucho suponer.
Hoy quiero referirme a algunos ritos, momentos, que marcan nuestro trabajo docente, y la propia manera de entender la escuela. Y el uno de septiembre es uno de ellos. Ese día que, en países eslavos, supone la vuelta del alumnado a las aulas, y en nuestra tierra significa que el profesorado vuelve a los centros. Nuestro comienzo de año, el de verdad, el que trae cambios hasta el treinta de junio siguiente.
Esa primera semana sin alumnado que nos sirve para conocer el centro, si acabamos de llegar; para saber qué alumnado tendremos, con qué compañeros trabajaremos, qué novedades legislativas se aplicarán. Son días más relajados, aunque exigentes en la preparación, fundamentales para que, una vez las aulas llenas de chicos y chicas, las cosas funcionen con normalidad. Hay que arreglar las aulas, mirar qué clases de pruebas y actividades haremos los primeros días, qué materiales se utilizarán. Empezar a ver cómo se hará la programación de aula.
Me parece fundamental reflexionar sobre la distribución del espacio en la clase. Lo fundamental, y no es broma, es que quepan todos. Hay una tendencia malhadada a construir aulas cada vez más pequeñas, que se llenan de estanterías, mesas auxiliares, ordenadores... Hoy mismo me he calentado la cabeza al ver que mi alumnado de tercero de primaria no va a llegar a los casilleros de arriba, porque están demasiado elevados. Pensando si bajarlos (un trabajo, la verdad) o utilizar solo la fila inferior, donde si llegarían los más altos, y poner una estantería de tres baldas para conseguir más espacios de almacenaje. Porque, no nos olvidemos, las aulas son fundamentalmente para el alumnado que las utiliza y todo, en la medida de lo posible, ha de estar a su nivel: circulación, almacenaje, señales y pizarras... A veces, nos liamos con la legislación o con no sé qué técnica avanzadísima, y resulta que nuestro trabajo consiste, en tantas ocasiones, en mover sillas, cambiar mesas de sitio, cuadrar el mobiliario con la idea que queremos para el aula. O llegar a tiempo a la fotocopiadora para que tengan esa ficha de mates que complementa lo que estamos viendo.Una cotidianeidad de lo escolar que nos es muy cercana... y necesaria.
Repensamos el aula como lugar de aprendizaje, viendo qué nos ha funcionado y replanteando lo que queremos mejorar. Dónde vamos a poner un póster, dónde la biblioteca de aula, si hay percha para mi chaqueta (no suele haberla, añado).
Vista del exterior desde la ventana de mi clase de tercero EP |
Septiembre nos permite también recuperar sensaciones: el olor del papel nuevo en los libros, los lápices de madera y, sobre todo, el silencio tan infrecuente cuando se trabaja en educación.
Se suele decir que los docentes hemos sido buenos alumnos, nos ha gustado la escuela tanto que nos hemos quedado. Esto sirve más para infantil y primaria, en mi opinión, aunque también hay profesorado de secundaria que tenía claro, desde siempre, que quería enseñar... porque disfrutó en el insti. De hecho, somos un colectivo que pasa su vida en los centros escolares, y normalmente hablamos de educación cuando no estamos en la escuela. Y es en septiembre cuando empieza todo, en esos días de silencio en las clases, de trabajo menos vistoso pero igual de necesario.
Y además, esos días de septiembre suponen una esperanza nueva, un anhelo de vivir otro curso, de seguir enseñando y compartiendo el gusto por la cultura, cada uno en su especialidad o en la generalidad adaptada a la edad del alumnado. Un aula que se abre el uno de septiembre es una página en blanco. No importa qué ha pasado allí anteriormente, ni quienes han ocupado los pupitres o la mesa del profesor. Todo se vuelve nuevo, esperanzado, capaz, en un sentido de abrir posibilidades. No de acostumbrarse a una rutina cada vez más insostenible, pero sí de adquirir hábitos intelectuales que nos servirán en adelante. De practicar la convivencia entre iguales y con los mayores. De disfrutar, de equivocarse, de mejorar, de vivir, como decía Dewey, porque la escuela, para nuestro alumnado, es la vida misma. También para nosotros, que acumulamos años junto a esas mesas verdes o marrones, deambulando por la clase, manchándonos de tiza (cada vez menos, eso sí) o dándole al teclado del ordenador y a la pizarra digital. Con libretas o tabletas, buscando el aprendizaje, lo más significativo posible, lo más completo que se pueda. Introduciendo a nuestro alumnado en la tradición cultural, en lo valioso, tomando la responsabilidad de los adultos con respecto a la infancia, como indicó Hannah Arendt.
Para nosotros, hoy también empieza todo.
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