Confieso que este artículo no tiene un planteamiento teórico, ni trata fenómenos educativos amplios, a diferencia de lo que suelo hacer normalmente. Me impele a escribirlo una idea, una reflexión que me ronda hace tiempo: qué sentido nuestro trabajo, el de los docentes, en clase; más concretamente, qué sentido tiene lo que hago yo cada día, de lunes a viernes, de nueve a cinco (horas presenciales, a las que añadimos unas cuantas más en casa). Y no quiero dar respuestas generales, sobre la importancia de la educación, la trascendencia de educar, la preparación de los futuros ciudadanos... Creo que en este tema es necesario poner más que ideas, por muy excelentes que sean.
Cada clase es un microcosmos, por más que haya regularidades, patrones que se repiten y que podemos identificar en las mismas. Lo mismo ocurre con los claustros docentes: diversidad en una cierta uniformidad general. Mi clase, este curso, está formada por veinticinco alumnos de cuarto de primaria, dos alumnos más que el curso pasado. En ella hay diversidad cultural, religiosa, de origen. También hay diversos grados de capacidad y de interés. Hay familias con más posibilidades económicas que otras. Sin embargo, todas han conseguido los libros de texto que, desgraciadamente, aun usamos en algunas áreas. Todos los alumnos llevan su material, incluyendo un transportador de ángulos para este trimestre, que aprendemos a medir los grados. Se han comprado, el curso pasado o el presente, un diccionario (casi todos) en el que les encanta buscar palabras, emocionados por la dificultad que supone encontrarlas y el placer de hacerlo rápidamente, y de leer la definición de su diccionario. Obviamente, no llevan todos el mismo, sino que han podido elegir entre cinco diferentes, lo que enriquece la búsqueda y permite ver matices en el significado.
Frato, una vez más, acierta con el tema de la diversidad |
Hay algunas cosas que no sé cómo explicar a mi alumnado. Por ejemplo, no puedo decirles que este año no viene la profe de al lado a dar dos horas de refuerzo en el aula, como hacía el curso anterior, porque han suprimido a una maestra definitiva y a media maestra de pedagogía terapéutica, en un centro de doble línea. Hay que cubrir dieciocho horas más, lo que dificulta los refuerzos. Y pienso en alumnos concretos, a los que les venía tan bien esa ayuda para coger confianza en las mates y en lengua. Mi grupo clase dispone de dos horas de refuerzo semanales en el área de matemáticas. Y son compartidas con otras clases, con lo que los alumnos han de salir del aula. Se acabó la presencia de dos maestros en el aula a la vez.
Mis alumnos ya ven por sí mismos que este colegio, construido en 2004, tiene las aulas tan pequeñas que una distribución en forma de u es inviable a no ser que algunos estén detrás de otros. Así y todo, lo intentamos. No me atrevo a contarles que aún podrían llegar cinco alumnos más, aunque físicamente no cabrían, porque la administración aumentó a treinta el número de alumnos por aula, diciendo que "no tenía influencia". Pues sí la tiene. Y el daño que se hace con estos recortes continuados tiene nombre y apellidos: alumnos que corren el riesgo de perderse, alumnos que denominamos invisibles, que no destacan, pero tampoco llegan, porque no hay ayuda en casa, porque el padre no está, porque le cuesta la comprensión lectora, porque no se sabe las tablas, porque, porque... Además de aquellos que ya muestran evidentes dificultades de aprendizaje. Mi batalla, y la de muchos docentes, es que esos alumnos sigan el ritmo, no se hundan, no se pierdan. Buscar los caminos para que todos ellos tengan aprendizajes relevantes y consistentes.Y eso ante la indiferencia de la administración, su incapacidad para gestionar con justicia y de comprobar que los recursos humanos son los adecuados y que realizan las tareas adecuadamente.
Ese es el sentido más próximo, más sincero, de mi tarea en el aula.Este año, ese sentido tiene veinticinco nombres: Marina, María, Junior... y tantos más.
Mis alumnos ya ven por sí mismos que este colegio, construido en 2004, tiene las aulas tan pequeñas que una distribución en forma de u es inviable a no ser que algunos estén detrás de otros. Así y todo, lo intentamos. No me atrevo a contarles que aún podrían llegar cinco alumnos más, aunque físicamente no cabrían, porque la administración aumentó a treinta el número de alumnos por aula, diciendo que "no tenía influencia". Pues sí la tiene. Y el daño que se hace con estos recortes continuados tiene nombre y apellidos: alumnos que corren el riesgo de perderse, alumnos que denominamos invisibles, que no destacan, pero tampoco llegan, porque no hay ayuda en casa, porque el padre no está, porque le cuesta la comprensión lectora, porque no se sabe las tablas, porque, porque... Además de aquellos que ya muestran evidentes dificultades de aprendizaje. Mi batalla, y la de muchos docentes, es que esos alumnos sigan el ritmo, no se hundan, no se pierdan. Buscar los caminos para que todos ellos tengan aprendizajes relevantes y consistentes.Y eso ante la indiferencia de la administración, su incapacidad para gestionar con justicia y de comprobar que los recursos humanos son los adecuados y que realizan las tareas adecuadamente.
Ese es el sentido más próximo, más sincero, de mi tarea en el aula.Este año, ese sentido tiene veinticinco nombres: Marina, María, Junior... y tantos más.
Con mucha frecuencia coincido en el autobús con cinco o seis niños que van camino del colegio pastoreados por una chica de nacionalidad indeterminada. Ya de por sí no pasan desapercibidos pero, entre todos ellos, el que llama la atención es Miguel. ¡¡¡Miguel!!!, para ser precisos, que es la manera habitual de llamarle.
ResponderEliminarTiene seis o siete años y es pura simpatía. Mulato, con el pelo muy corto y rizado, de mirada viva y, en todo momento, con una sonrisa. Va de uniforme y con una mochila que tiene, más o menos, su peso y su tamaño. Se sienta siempre con otro niño, un amigo con gafitas, al que le cuenta historias que no deben de ser del todo ciertas, porque provocan risas, gestos y exclamaciones y demandan la intervención, como árbitro o juez, de la cuidadora. Todo un personaje. Una oportunidad o un suplicio para la maestra o el maestro que conviva con él dentro de un aula.
Porque cualquier profesor tiene su Miguel, inquieto y curioso, y su alumno con gafitas, pausado y socarrón. Y otro con orejas de soplillo, tímido y observador. Y algunos habitantes de otro mundo, que no terminaban de encontrar su sitio en este. Y niñas serenas y firmes desde su infancia. Y multitud de artistas, grandes dibujantes, inagotables contadores de historias o descubridores de ritmos. Todos reunidos en un tiempo y un espacio con un claro cometido: aprender.
http://www.otraspoliticas.com/educacion/miguel
Me he quedado boquiabierto con tu comentario. Magnífica observación la que haces, muy cierta y a la vez, llena de la vida que ves cada día en el autobús. Compartimos el mismo espíritu de buscar lo mejor de cada persona, niño o niña, que nos corresponde educar. Gracias por comentar, y por hacerlo así.
EliminarGracias a tí por regalarnos tu tiempo y tus artículos.
EliminarSalva, sólo puedo decirte una cosa: ¡gracias!
ResponderEliminarTienes razón en todo, incluido cuando dices qué hermoso y atractivo puede ser un diccionario, con todo un universo dentro por descubrir.