He decidido titular este artículo del mismo modo que un libro de Frank Smith que tuve la suerte de leer en mis estudios de Pedagogía, hace un tiempo ya. Sigo conservando esa obra, junto con otras que me han ayudado a comprender, a revisar, a mejorar mi práctica como docente en relación a la lectura. En especial, mencionaré "Ensenyar llengua" (disponible en catalán y en castellano) del maestro Daniel Cassany. Afortunadamente, las tesis de estos autores, que proponen un enfoque más comprensivo de la lectura, van abriéndose camino en las escuelas de magisterio y, aunque sea de manera más lenta, en los centros escolares.
Venimos de una tradición de enseñanza que ha priorizado la lectura en voz alta en clase como la manera más fiable de comprobar que el alumnado es capaz de manejarse con las letras, que domina la lectura. Una tradición que no se ha preocupado demasiado por la diversidad del alumnado, ni por los aspectos de procesamiento de la información, los delicados mecanismos de integración de lo nuevo en lo ya existente. En esa visión de la lectura, el buen lector no vacilaba al leer en voz alta, tenía una correcta entonación, respetaba las pautas... Hacia ese objetivo se encaminaban los esfuerzos docentes: conseguir una buena ejecución del descifrado, comprobable al ser audible. Con eso, ya se consideraba que el nivel de lectura era bueno. Sin embargo, sabemos que podemos leer un texto en voz alta sin cometer errores, pero sin entender nada de su sentido. Y, por otra parte, la proporción de uso de la lectura oral frente a la silenciosa es, por lo general, mínima; sólo en algunos trabajos en los que se leen discursos, o sentencias, se utiliza.
En el enfoque a que nos referimos, la comprensión del contenido se trabajaba, sobre todo en los materiales presentados por las editoriales, a través de unas preguntas que demandaban la búsqueda de información concreta en el texto, pero que no aseguraban una comprensión del sentido global. De hecho, en ocasiones lo complicado es no acertar las cuestiones, de tan sencillas como se plantean. Esta forma de proceder sigue vigente en muchas aulas.
No estamos en contra de la lectura en voz alta; pero sí queremos que se considere como una segunda lectura, tras un espacio temporal dedicado a la lectura silenciosa, en la que cada alumno sigue su propio ritmo de descifrado, construye hipótesis sobre el texto, hace suyo -provisionalmente o de manera definitiva- el sentido textual. En la lectura colectiva, los alumnos preguntan el significado de palabras que desconocen (y que marcan durante la primera lectura) y el texto se re-construye entre todos. Esta práctica, que parece simple aplicación de sentido común, todavía no se da en muchas aulas, que emprenden la lectura de un texto directamente en voz alta.
¿Y esto, por qué? En un seminario sobre lectura que dirigí en un centro escolar, muchos maestros participantes reconocieron ciertas lagunas en el conocimiento sobre los mecanismos lectores. Y que, en su práctica, echaban mano de su propia experiencia como alumnos; es decir, que enseñaban a leer de la misma manera en que ellos aprendieron. Por tanto, falta formación -e información- para conseguir eficacia lectora, que es lo que nos demandan los compañeros de secundaria, y también parecen indicarlo pruebas externas.
Por ello, iniciativas como la reforma actual, que no inciden en la mejora de la formación del profesorado -de hecho, obvian el papel docente y lo fían todo a las evaluaciones o reválidas- no mejorarán el nivel de lectura comprensiva de nuestro alumnado. Sin una práctica docente consciente de la complejidad lectora, no hay avance. Y esa debiera ser la tarea principal en primaria, sobre todo a partir de tercer curso.
Venimos de una tradición de enseñanza que ha priorizado la lectura en voz alta en clase como la manera más fiable de comprobar que el alumnado es capaz de manejarse con las letras, que domina la lectura. Una tradición que no se ha preocupado demasiado por la diversidad del alumnado, ni por los aspectos de procesamiento de la información, los delicados mecanismos de integración de lo nuevo en lo ya existente. En esa visión de la lectura, el buen lector no vacilaba al leer en voz alta, tenía una correcta entonación, respetaba las pautas... Hacia ese objetivo se encaminaban los esfuerzos docentes: conseguir una buena ejecución del descifrado, comprobable al ser audible. Con eso, ya se consideraba que el nivel de lectura era bueno. Sin embargo, sabemos que podemos leer un texto en voz alta sin cometer errores, pero sin entender nada de su sentido. Y, por otra parte, la proporción de uso de la lectura oral frente a la silenciosa es, por lo general, mínima; sólo en algunos trabajos en los que se leen discursos, o sentencias, se utiliza.
En el enfoque a que nos referimos, la comprensión del contenido se trabajaba, sobre todo en los materiales presentados por las editoriales, a través de unas preguntas que demandaban la búsqueda de información concreta en el texto, pero que no aseguraban una comprensión del sentido global. De hecho, en ocasiones lo complicado es no acertar las cuestiones, de tan sencillas como se plantean. Esta forma de proceder sigue vigente en muchas aulas.
No estamos en contra de la lectura en voz alta; pero sí queremos que se considere como una segunda lectura, tras un espacio temporal dedicado a la lectura silenciosa, en la que cada alumno sigue su propio ritmo de descifrado, construye hipótesis sobre el texto, hace suyo -provisionalmente o de manera definitiva- el sentido textual. En la lectura colectiva, los alumnos preguntan el significado de palabras que desconocen (y que marcan durante la primera lectura) y el texto se re-construye entre todos. Esta práctica, que parece simple aplicación de sentido común, todavía no se da en muchas aulas, que emprenden la lectura de un texto directamente en voz alta.
¿Y esto, por qué? En un seminario sobre lectura que dirigí en un centro escolar, muchos maestros participantes reconocieron ciertas lagunas en el conocimiento sobre los mecanismos lectores. Y que, en su práctica, echaban mano de su propia experiencia como alumnos; es decir, que enseñaban a leer de la misma manera en que ellos aprendieron. Por tanto, falta formación -e información- para conseguir eficacia lectora, que es lo que nos demandan los compañeros de secundaria, y también parecen indicarlo pruebas externas.
Por ello, iniciativas como la reforma actual, que no inciden en la mejora de la formación del profesorado -de hecho, obvian el papel docente y lo fían todo a las evaluaciones o reválidas- no mejorarán el nivel de lectura comprensiva de nuestro alumnado. Sin una práctica docente consciente de la complejidad lectora, no hay avance. Y esa debiera ser la tarea principal en primaria, sobre todo a partir de tercer curso.
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