Tras un período demasiado prolongado, retomamos las entradas en este blog, que he descuidado tras un inicio de curso un tanto frenético, con nuevas áreas a impartir, nueva programación, distintas exigencias que no disminuyen el nivel de tensión del profesorado, más bien al contrario. En mi caso, como coordinador de formación, tutor de primaria y profesor de inglés, se ha acumulado un trabajo extra que me ha distraído de atender el blog como hubiera querido.
Así que, en este domingo de noviembre, tengo un rato y un tema, requisitos ambos para escribir un artículo. Como en otras ocasiones, la reflexión me viene dada por la realidad vivida en septiembre y octubre, una actividad que podríamos definir como desconcierto.
Efectivamente, los cambios legislativos, el modelo de programación, incluso los nuevos vientos políticos en la administración educativa, constituyen una amalgama que el profesorado ha de separar, filtrar y plasmar en una programación que debe entregarse el 30 de septiembre, al menos en infantil y primaria en el caso valenciano, que es el que conozco. La inclusión de las competencias clave (antes competencias básicas), con el cambio de denominación y el ajuste terminológico que conlleva, ha sido la gota de un vaso ya rebosante.
La administración y el profesorado contemplan la programación, por regla general, de manera similar. Al menos, en el planteamiento teórico. La administración exige unos requisitos detallados para confeccionarla, aunque después no se revise de manera fehaciente. La importancia que se le da se agota en el momento de presentarla, en tantos centros.
A su vez, muchos docentes ven la programación como una obligación burocrática más -en consonancia con la deriva tecnocrática de otros documentos como la programación general anual, la PGA- que no es de ayuda en la práctica real. Y esto ocurre, sobre todo, porque dicha práctica está regulada, en las aulas, por las programaciones planteadas por las editoriales del libro de texto. Tras muchos años de no programar -o de temporalizar, en lugar de programar- se exige ahora que se hable de competencias clave, de indicadores, en un curriculum sin objetivos, ya que los estándares de aprendizaje no lo son. Y aquí surge el desconcierto, la duda, la incomodidad.
El problema, en mi opinión, no es la programación y sus exigencias, sino el prolongado proceso de desprofesionalización docente que el abuso -no el uso razonable- del libro de texto ha ocasionado. En efecto, las editoriales ofrecen materiales "prof-proof", es decir, a prueba de profes, de tal modo que cualquiera que supiera leer -o casi- sería capaz de impartir la clase, o sea, administrar el libro de texto. Y ese proceso va minando la confianza del profesorado en sus propias capacidades, en saltarse el discurso preestablecido y poder aportar más de sí mismo, de su experiencia profesional al margen de los materiales seriados y elaborados. En este sentido, recuerdo compañeras que se sentían culpables si no mandaban todas las actividades de la unidad temática del libro. También podemos ver cómo las matemáticas se han tematizado, es decir, se plantean como si fueran temas de sociales o naturales, en vez de presentar todos los bloques en espiral, a lo largo de todo el año en cada unidad.
Si a esto añadimos que la administración, por lo general, considera el manual de texto como una garantía de que se dan los contenidos, vemos que programar por competencias se convierte en un desideratum casi imposible: no se sabe por dónde empezar.
Por último, hay docentes que entienden la programación como un documento abierto, que guía su práctica desde la reflexión, donde proponen objetivos alcanzables, experiencias realizables, y lo hacen con un gran margen de autonomía respecto a los materiales que utilizan. Este sería un camino viable para la transición a un modelo más personal y profesional, menos ceñido a las guías editoriales.
Reitero que no se trata de demonizar el libro de texto, sino su uso irreflexivo. Si se procede así, se pierden parcelas de práctica que después son de difícil recuperación. Lo dicho, desconcierto.
A su vez, muchos docentes ven la programación como una obligación burocrática más -en consonancia con la deriva tecnocrática de otros documentos como la programación general anual, la PGA- que no es de ayuda en la práctica real. Y esto ocurre, sobre todo, porque dicha práctica está regulada, en las aulas, por las programaciones planteadas por las editoriales del libro de texto. Tras muchos años de no programar -o de temporalizar, en lugar de programar- se exige ahora que se hable de competencias clave, de indicadores, en un curriculum sin objetivos, ya que los estándares de aprendizaje no lo son. Y aquí surge el desconcierto, la duda, la incomodidad.
El problema, en mi opinión, no es la programación y sus exigencias, sino el prolongado proceso de desprofesionalización docente que el abuso -no el uso razonable- del libro de texto ha ocasionado. En efecto, las editoriales ofrecen materiales "prof-proof", es decir, a prueba de profes, de tal modo que cualquiera que supiera leer -o casi- sería capaz de impartir la clase, o sea, administrar el libro de texto. Y ese proceso va minando la confianza del profesorado en sus propias capacidades, en saltarse el discurso preestablecido y poder aportar más de sí mismo, de su experiencia profesional al margen de los materiales seriados y elaborados. En este sentido, recuerdo compañeras que se sentían culpables si no mandaban todas las actividades de la unidad temática del libro. También podemos ver cómo las matemáticas se han tematizado, es decir, se plantean como si fueran temas de sociales o naturales, en vez de presentar todos los bloques en espiral, a lo largo de todo el año en cada unidad.
Si a esto añadimos que la administración, por lo general, considera el manual de texto como una garantía de que se dan los contenidos, vemos que programar por competencias se convierte en un desideratum casi imposible: no se sabe por dónde empezar.
Por último, hay docentes que entienden la programación como un documento abierto, que guía su práctica desde la reflexión, donde proponen objetivos alcanzables, experiencias realizables, y lo hacen con un gran margen de autonomía respecto a los materiales que utilizan. Este sería un camino viable para la transición a un modelo más personal y profesional, menos ceñido a las guías editoriales.
Reitero que no se trata de demonizar el libro de texto, sino su uso irreflexivo. Si se procede así, se pierden parcelas de práctica que después son de difícil recuperación. Lo dicho, desconcierto.
Lo que ocurre es que el bombardeo burocrático de inventos de pedagogos de salón enmascara que muchos profesores tienen no sé si miedo o pereza a salirse de la biblia del libro de texto (o sea, "lo que hay que dar"), a introducir por ejemplo miniproye tos más personales, a usar la prensa como material de lectura y estudio y no esperar a que caigan del cielo el ABP o el trabajo por competencias. A veces planteo en un claustro pescindir del libro de lengua o el de valores y es como si mentaras al diablo.
ResponderEliminarEfectivamente, hay miedo a perder la muleta que supone el libro de texto, y eso lleva a desprofesionalizar nuestra tarea, cuando hay mucho que puede hacerse al margen del manual. Gracias por tu comentario.
EliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarYo trabajo SIN libro de texto de lengua en ESO, con material online e impreso en forma de cuaderno (que no vale más de 6 euros), contextualizando mi asignatura, atendiendo a los intereses, actitudes y capacidades de mis alumnos. Hay que atreverse, porque es la única manera de cambiar. Y tengo compañeros/as que sí los usan, incluso en un mismo grupo y una misma asignatura, si son del grupo de desdoble SÍ tienen y si son del grupo de referencia NO. Pero así es la vida: hay profesionales que trabajan con menú y otros a la carta, innovando y disfrutando de esta profesión tan maravillosa y creativa o tachándola de monótona y mal pagada... Cada uno lo hace lo mejor que sabe y siempre en beneficio del alumnado ¿o no?
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