Inicio el tercer artículo sobre confinamiento y educación unas horas después de que se haga público el acuerdo entre el Ministerio de Educación y las distintas Consejerías de Educación autonómicas para ver cómo se articula el tercer trimestre y, sobre todo, el final de curso, el tema de la evaluación y promoción del alumnado. Con las clases suspendidas desde mediados de marzo, es un desafío ver qué hacer, combinar justicia, equidad y aprovechamiento del trimestre, dentro de los límites que se pueda. Otra consecuencia de la catástrofe que vivimos, la pandemia.
Tiempo habrá de valorar y examinar cómo queda la cosa educativa formal, con sus diferencias y complejidades. Este artículo intenta ver qué ha perdido la escuela con la pandemia. Ya en una primera entrada de esta serie hablábamos de la pérdida del contexto escolar, aquello que acompaña a tantas prácticas que, fuera de lugar, no se comprenden igual o, simplemente, carecen de la mayor parte de su sentido.
El segundo artículo hablaba del desconcierto generado, de las iniciativas llevadas a cabo por la administración educativa (como el plan MULAN en el sistema valenciano) y por el profesorado para llegar a su alumnado por medios no presenciales. Ha sido, en general, un derroche de interés, ingenio, mezclado también con "más de lo mismo" en algunos casos. Se ha visto también la diferencia, por regla general, entre infantil y primaria, por un lado, y los estudios secundarios, por otro. Aquí, el debate ha sido sobre no dejar a nadie atrás, y claro, se ha revisado el concepto de brecha digital, y de brecha de conocimiento, que también existe.
Las consecuencias del confinamiento son muy serias para la institución escolar. Primeramente, hemos perdido, por ley y mientras dure el estado de alarma, o más acertadamente la suspensión de las clases, la presencialidad del alumnado, que nos hacía tener público y que ocupaba buena parte del tiempo de infancia y adolescencia, mientras la familia trabajaba. Ese espacio temporal, de ocho a dos y media, de nueve a cinco, ha desaparecido. Hemos dejado de ejercer la guardia del alumnado, y no es cualquier pérdida. Sí, la recuperaremos en cuanto pase la pandemia y podamos reiniciar la actividad lectiva en las aulas. Está demostrado que esta función es fundamental en la sociedad actual; de hecho, uno de los problemas que se presentan es qué hacer con los hijos si se vuelve al trabajo antes de que se retomen las clases, cosa que ha pasado parcialmente y que puede extenderse con la reapertura del comercio, por ejemplo.
Veremos si en un futuro esta ausencia repercute en forma de nuevas maneras de formación, si se potencia los medios a distancia, si hay más debate sobre el papel de la educación formal en este siglo que nos lleva de sobresalto en sobresalto social. Menos mal que la Historia se había acabado tras la caída del Muro de Berlín, como dijo Francis Fukuyama en su obra El fin de la historia (y el último hombre), y sería sustituida por la estadística. Predicción, por cierto, que ya se hizo en su momento en la Ilustración.
Hemos perdido al alumnado en las aulas, y ahora se plantea que vamos a perder la evaluación del mismo. Tema espinoso donde los haya, la evaluación ejemplifica, sin duda, la relación de poder que existe en la educación formal. De hecho, poco podemos hacer ante un alumnado (y también ante familias) que no dan importancia a la evaluación, a la promoción, a la calificación positiva plasmada en un boletín. Sin motivación por ese camino, el de las notas, todo es más complicado. Evidentemente, hay alumnos que gustan de aprender, son curiosos y se encuentran bien en el aula. Y hay otros que no, posiblemente fruto de un desenganche a nivel cognitivo y afectivo. Si las tareas le han resultado demasiado difíciles -o tediosas, también ocurre- o si en su casa le dejan claro que no hace falta que haga otra cosa que ir a clase, o si ha topado con un sistema que no le ayuda a pesar de sus dificultades... De todo hay en las aulas del Señor. En tantos años de clase he visto de todo. He encontrado alumnos brillantes que no mostraban ningún interés en cuarto de primaria, y objetores escolares en quinto. Y he visto alumnos que no hacían nada, porque su profesor entendía que "era de PT" y él o ella habían de dar el libro de texto de tal nivel. Afortunadamente, las cosas han cambiado. Y ese dejarse ir, lo hemos comentado aquí varias veces, ocurre cada vez antes, en primaria, cuando hace años era más ocasional. A tal efecto, me ha sorprendido leer, en El profesor, de Frank McCourt, los problemas de disciplina que ya sufrían en los institutos de formación profesional de Nueva York... a finales de los años cincuenta del siglo pasado.
Pero, atención, hablamos de la evaluación. Ese proceso de juicio sobre el trabajo y los conocimientos que demuestran nuestros alumnos, sobre el que reflexionamos -en general- tan poco, y tan lleno de atavismos, como el boli rojo, el "te pongo un cero" o "te pongo un positivo". Tres prácticas que no he hecho nunca, por cierto. Otra cosa es llevar un control de las tareas, un cuaderno de clase del profesor... Pero bien, volviendo a la evaluación, es un tema controvertido, pobremente entendido como un proceso unidireccional, de docente a discente, cuando también ha de darnos información de nuestro desempeño en el aula, de qué recursos han funcionado y cuáles no, de qué podemos desdeñar para otros cursos y qué es valioso, y qué podemos hacer para mejorar todo, nuestra práctica, el trabajo del alumnado y la manera en que adquieren sus conocimientos.
Ya digo, se piensa poco en la evaluación como tal, se dan por sentadas muchas cosas. Recuerdo una conversación con un profesor de informática en secundaria que diferenciaba entre 4.9, suspenso, y 5.0, aprobado, casi como un axioma científico.
No creo que el profesorado sea un ente malvado que quiere fastidiar a sus discípulos. No me consta. Pero sí es verdad que se ha desenfocado la cuestión durante mucho tiempo. De hecho, hay quien dice que sin un cambio en la evaluación, no se puede hablar de verdad de innovación educativa.
Y ahora se plantea la promoción de todo el alumnado, con excepciones. Habrá que ver cómo se articula eso. En mi caso, y no soy tutor de primaria, tengo claro qué alumnos habrían de quedarse en el mismo curso un año más, porque es imposible que se desempeñen bien en el curso siguiente. Y son eso, excepciones.
Muchos compañeros docentes se han puesto de los nervios: ¿Y los contenidos? ¿Y la desmotivación del aprobado general? ¿Y los que han "cumplido" con todo? Parece ser que olvidamos que el aprendizaje ya es una recompensa intrínseca, una satisfacción. Pero si hablamos de "regalar aprobados", pues la cuestión es otra: es la sanción del aprendizaje, de los resultados, de su cuantificación en forma de nota numérica.
Estamos ante una situación nueva. Las soluciones no pueden ser las de siempre. Teniendo en perspectiva que la educación formal va, con más o menor intensidad, de los tres a los dieciocho años, y la obligatoria de los seis a los dieciséis.
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