domingo, 3 de mayo de 2020

Cine y educación: A propósito de Daniel Blake

Reconozco que no tengo ganas de volver a escribir sobre confinamiento, pandemia, desescalada y toda la retahíla de palabras que asoman en cada noticiario, en Twitter, en todas partes y casi en todas las conversaciones en estos días interminables, ya a principios de mayo, en esta primavera furtiva y hurtada por el coronavirus. Sin embargo, habrá que volver a hacerlo, evidentemente, para analizar cómo queda el tercer trimestre, cómo se evalúa al final al alumnado, de qué manera cerramos el curso. De momento, y aunque habrá excepciones, muchos docentes trabajando un montón de horas y tratando de hacer bien su labor desde casa, con vídeos, con llamadas telefónicas, con más o menos conocimiento o pericia en el uso de las TIC. Que de todo hay.
Pero ya digo, hoy me planteo otro tema. El sábado por la noche vi un largometraje de Ken Loach, Yo, Daniel Blake, que me impresionó y me hizo pensar en su posible -y factible- aprovechamiento en esta sección del blog, cine y educación, que tanto me aporta, puesto que trata dos de mis pasiones, una de ellas, además, convertida en mi profesión. Es una película que, sin duda, posee gran potencial para ser visionada, desmenuzada, aprovechada en la educación secundaria.
L
Cartel original de la película, en
www.filmaffinity.com
a película cuenta, de manera contenida, las peripecias de un hombre íntegro, un buen hombre, carpintero durante la mayor parte de su vida, Daniel Blake, a quien un infarto agudo deja sin poder trabajar, de baja indefinida. Blake se enfrenta a una maquinaria burocrática desesperante -en algunos momentos, de inspiración kafkiana, me sugiere- que, amablemente, eso sí, le va negando la posibilidad de cobrar un subsidio permanente por incapacidad. Todo muy británico, en un doble sentido: cortesía en todo momento, por una parte; y un profundo desinterés por la situación personal del demandante, por otro. En espacios asépticamente blancos, Daniel deambula de una mesa a otra, buscando quién pueda ayudarle a rellenar digitalmente un impreso. O se pasa más de una hora al teléfono esperando una contestación que no llega.
Se produce una paradoja asfixiante: Daniel quiere trabajar, pero su médica no le da el alta, con toda la razón. Pero, incomprensiblemente, no obtiene una puntuación suficiente para cobrar durante esa situación. Y en esa rueda de sinrazón se mueve la película, en la que entran en escena, de manera casual, una madre soltera con dos hijos, recién llegados de Londres a Newcastle, donde ocurre la acción. Daniel les ayuda de manera instintiva, mostrando una solidaridad que a él le niegan sistemáticamente. Vemos en el protagonista una encarnación del hombre de la Inglaterra industrial, trabajador manual, sin acceso a internet, sin conocimientos de informática, que apunta todo con un lápiz y cuyo mundo está desapareciendo. El mundo de la palabra dada, del apretón de manos, del favor desinteresado, de tantas cosas que el neoliberalismo más desacomplejado se ha llevado por delante, con gobiernos de distinto signo en Gran Bretaña. Tony Judt, malogrado ensayista, ya lo narró en Algo va mal, en 2010. Una década después, podemos decir que algo va peor. En palabras de otro ilustre, Zygmunt Bauman, somos individuos, y no es una buena noticia en estos tiempos: estamos solos, desamparados, dejados a una responsabilidad personal que no siempre podemos afrontar, porque nos sobrepasa. A Daniel, un infarto le cambió la vida para siempre. Un trabajador honrado, un hombre que llevaba una existencia más o menos normal, con su carga de soledad al ser viudo, pero que se definía -y se defendía- con su actividad laboral. Una identidad que Richard Senett puso en duda en su obra La corrosión del carácter, al ver cómo la inestabilidad sociolaboral desvirtuaba la carrera profesional, hasta el punto que llevar mucho tiempo en la misma empresa ya no era un prurito, sino un hecho sospechoso, poco valorable en sí mismo: el cambio está bien visto.
Al mismo tiempo, la división entre trabajo y vida privada se desdibuja y se diluye, invadiendo lo laboral la parcela personal y de ocio: estamos siempre conectados, siempre localizados. Parafraseando a Cortázar, cuando te regalan un reloj, tú eres el regalado; cambiamos reloj por teléfono móvil, y tenemos un retrato de nuestro tiempo.
Volviendo a la película, Loach opta por una visión poco apasionada de la trama, distinta a otras de sus cintas clásicas, como Riff-raff o Lloviendo piedras, o la devastadora Agenda oculta. Parece un rodaje casi naturalista, con una fotografía muy neutra, y Loach sitúa la cámara y deja que los personajes interactúen. No es un alarde de manejo de cámara, no quiere darse importancia. Es una historia corriente, de gente trabajadora, de personas que no encuentran su camino, como Katie, la atractiva y atribulada madre de familia que se cruza con Daniel y a quien éste ayuda sin esperar nada a cambio, o los vecinos de Daniel, buscándose la vida con negocietes de falsificaciones de zapatillas deportivas. Un negocio, por cierto, que introduce la globalización en la película, redondeando así un panorama de la actualidad en Europa Occidental: tantas cosas se producen en China, que tiene la producción, mientras que Europa se convierte en provisora de espectáculos, como el fútbol, para ser vistos en televisión de pago a miles de quilómetros. El diálogo entre el joven chino y los vecinos es una nota graciosa en un tono general sombrío, contenido, que nos ofrece un retrato muy conseguido de la vida en una zona obrera de Newcastle, con un lenguaje de tacos, algún grito y unas interpretaciones notables de todos los actores, tanto los estirados funcionarios de la seguridad social como los que acuden a pedir subsidios.
Como docente, me llega mucho el drama que viven los dos hijos de Katie, a los que podría poner nombres diversos en mi propio cole, ya que es una situación que conozco de primera mano (y en un despacho de dirección, más). Unos niños que sufren la pobreza, que han crecido sin padre, que no pueden comprar unos zapatos nuevos, que en el cole son señalados porque la pobreza molesta, ofende, o hace creerse superior a quien, afortunadamente, no la padece. Daniel es un punto de referencia, alguien bueno en la vida de Daisy y Dylan, los niños que han tenido que mudarse a quinientos quilómetros de Londres para tener una oportunidad. 
Para mí, la relación entre Daisy y Daniel, que da lugar a un momento fantástico, precioso, es de lo más remarcable del film. Seres maltratados, abandonados a su suerte, que se reconocen y se ofrecen lo poco que tienen. Si no la habéis visto, os recomiendo que la veais. Y si sois docentes en secundaria, dadle vueltas a ver cómo la aprovecháis, porque no tiene desperdicio. 

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