Hace un tiempo, asistí en Twitter a un cierto debate sobre qué era la "pedagogía rancia", expresión utilizada por Manuel Fernández Navas, @nolo14, profesor de didáctica en la Universidad de Málaga, en un tweet. Es una manera coloquial de referirse a una pedagogía que, principalmente, duda de sí misma como herramienta conceptual aplicable para solucionar problemas escolares. Una pedagogía que tiene profundas raíces en el imaginario colectivo del profesorado español, por nuestra historia y por la manera en que se ha articulado el sistema educativo en España, aunque no es un fenómeno privativo de nuestro país, evidentemente.
No suelo entrar en debates de ningún tipo en Twitter, porque, al cabo de los años, y ya son diez por allí, creo que en contadísimas ocasiones se llega a conclusiones compartidas y, en las más de las veces, uno se arriesga a que le falten al respeto o a llevarse un disgustillo. En educación también va calando esa manera de no dialogar, sino de descalificar, aunque seguimos siendo un sector peculiar, mucho más calmado que el politiqueo en las redes.
A lo que íbamos. No entré en el debate, pero sí le comenté al autor del tweet, con el que hemos compartido convocatorias y charlas distendidas, que podría hacer un artículo sobre el tema, glosando las principales características de esa versión rancia de la pedagogía y de la educación formal.
La pedagogía rancia tiene estos doce rasgos definitorios (se pueden añadir más):
1. Desconfía de su eficacia y de su validez para solucionar problemas, como hemos dicho antes. Además, propicia una tendencia a la irresponsabilidad, no parece que esos problemas tengan que ser solucionados por los docentes; hay algunos que no, porque escapan a nuestro control, pero sí se puede notificar a las instancias facultadas para actuar. Se centra en el conocimiento de la materia (en eso estamos de acuerdo, hay que saber para enseñar) pero desdeña ayudas psicopedagógicas.
2. Da valor máximo a la presencialidad del docente en el aula como garantía de buen hacer. Consecuentemente, quien no da clase no sabe o no está legitimado para opinar. Otra cosa es que el desempeño docente sea adecuado o no; eso queda entre el docente y su conciencia, a lo que parece. Mucha confianza no da, la verdad. Una clase mal planteada y ejecutada veinte años seguidos sigue estando mal planteada.
3. Considera irrelevante o un mal que hay que sufrir la coordinación entre docentes, y la tolera siempre que no se hable de pedagogía o didáctica, sino de festividades, documentos prescriptivos o de turnos de patio. Es decir, cada docente que apechugue con su aula, con su asignatura, y aquí paz, y allá gloria. El centro es un aglomerado de unidades, no una unidad: se minimiza la importancia de un proyecto compartido, y el PEC suele ser una declaración de buenas intenciones que "está guardado en un cajón", gloriosa frase que me dijo un inspector hace años.
4. La diversidad, y su correcta atención en los centros, son un problema que hay que evitar más que solucionar. Siguiendo con las frases hechas, A quién Dios se la dé, San Pedro se la bendiga (de origen militar, por cierto). Esto es, siempre ha habido niños que no funcionan, así que no es tan grave. Soluciones compartidas, qué peligro.
5. No tiene reparos en utilizar castigos sin ningún soporte pedagógico, como copiar cien veces la misma frase. Con esto se suele conseguir estropear la letra, quitar sentido a la sanción y empezar o consolidar una dinámica negativa hacia el profesorado que no pone copias. Recuerdo, en mi primer año en ESO, que los alumnos de 2º no hacían mis tareas porque tenían que copiar tantas veces el castigo de la de matemáticas.
6. Es profundamente insolidaria entre docentes, ya que la antigüedad suele ser el único patrón para elegir tutorías, cursos, horarios... Y eso no se discute, ni en claustro ni en comisión pedagógica. Además, si hay problemas graves en algún curso, no se ve como un tema de centro, sino que afecta a los que entran en el grupo. Tampoco se comunica ni se comparte con facilidad lo que se hace en clase, aunque se van ganando espacios de coordinación en algunos aspectos.
7. Se vacían de contenido efectivo, en lo que a dar clase se refiere, los órganos de gobierno del centro, sean claustros, sesiones de consejo escolar o CCP. En su lugar, se aprueban los documentos que haya que aprobar y, en general, que todo siga igual, sin control efectivo sobre qué hace cada docente y, sobre todo, qué no hace.
8. La comunicación con las familias no es su punto fuerte. Se intenta evitar las reuniones colectivas (preceptivas a final de trimestre y a inicio y fin de curso) y suelen ser un mal trago para muchos docentes, que se escudan en informaciones burocráticas para no entrar en los asuntos de fondo. La presencia de las familias en los centros, en general, no está bien vista ni se considera necesaria.
9. Se depende casi exclusivamente de los libros de texto como reguladores de la práctica docente y discente, pero no se suelen aplicar criterios técnicos en su elección, sino la fidelidad a una editorial o las ventajas que podemos obtener para el ciclo o departamento (esto ahora ha desaparecido, si no estoy mal informado). Asimismo, los exámenes tradicionales tienen un gran peso en la evaluación, cuando no es el único valor a considerar. Yo reconozco que estoy cómodo con los controles que hago a mis clases, e intento que se ajusten mucho a lo que hemos aprendido.
10. La formación continua se ve como un engorro, una imposición o un fastidio que hay que cumplir. Se han de acreditar cien horas de formación para cobrar un sexenio (medida que tomó la administración para que todos se formaran de alguna manera). Hoy en día hay muchísimas modalidades formativas en el sistema educativo, y variedad de agentes formadores (universidades, escuelas de verano, sindicatos escolares...) Estar actualizado es una necesidad que no se percibe, en tantos casos.
11. Las TIC se ven como un mero calco de lo que se hacía anteriormente, o directamente se excluyen de la práctica docente y discente. Hay desconfianza por falta de uso, en muchos casos, o porque no se cree que aporten valor añadido a lo que se hace. La pandemia ha dejado al descubierto carencias en gran parte del profesorado, y una infrautilización de las aulas de informática en tantos centros. Atención, el alumnado también muestra necesidades para hacer un uso adecuado de la comunicación entre escuela y familia; muchos no sabían ni cómo se envía un correo electrónico de manera correcta.
12. Como consecuencia de lo anterior, el profesorado se ve reducido a un papel de mero aplicador de lo que otros piensan, circunscrito al aula (que, por otra parte, es su espacio privativo, donde no entran otros adultos así como así) y sin tener un conocimiento objetivo de si lo que hace, cómo trabaja, está bien o necesita actualizarse. Llegamos así a una práctica empobrecida, con honrosas excepciones, porque siempre ha habido buenos docentes a pesar de todo; pero un buen docente, entiendo yo, no será un docente rancio.
Como conclusión, algunas indicaciones para no degustar la pedagogía rancia: Considerar el aula como un espacio abierto, saber que no se sabe todo y que la plaza fija no es patente de corso son un buen inicio de cambio. Ser conscientes de la velocidad que toma todo, a nivel social, y no dejar a la escuela al margen, es otra piedra angular. Por último, ver la educación como tarea compartida y no como un desempeño individual aislado, acaba de apuntalar una pedagogía posible.
¡Totalmente de acuerdo!
ResponderEliminarNo se puede expresar de forma más precisa las carencias del sistema educativo actual.
Muchas gracias, Pilar. 😌
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