domingo, 20 de junio de 2021

Sobre libertad de cátedra y proyecto grupal: tensión no resuelta

Hace poco, leí un tweet que preguntaba algo así como: ¿Libertad de cátedra u obedicencia a un proyecto de centro? Lamento no recordar exactamente las palabras con que se enunciaba la interrogación, pero el sentido era ese. No pude evitar sentirme interpelado por una cuestión -la libertad de cátedra- que me ha acompañado en muchas discusiones con compañeros de claustro, con colegas de otros centros y que también he estudiado cuando, en su día, investigué sobre la autonomía del profesorado, hace ya unos años.

Los docentes, en general, tenemos querencia a considerarnos poseedores de libertad de cátedra, y algunos dirán que está recogida en la constitución, artículo 20, dentro del apartado de derechos y libertades. El Diccionario Panhispánico del español jurídico explica el término situándolo en la realidad educativa, remarcando sus límites. 

No existe libertad de cátedra para saltarse el curriculum, por ejemplo. El curriculum constituye el marco de referencia de la acción educativa. Y, en ese sentido, no se puede confundir al alumnado, lanzar discursos que van en contra de los consensos recogidos en el curriculum, bien de carácter científico o democrático. Otra cosa es la opinión personal de cada docente, que queda para su ámbito privado. No hablemos ya de actitudes de menosprecio al diferente, sea por la causa que sea. No están amparadas por la libertad de cátedra, porque, como dice el mismo artículo 20 de la Constitución Española, 

Estas libertades tienen su límite en el respeto a los derechos reconocidos en este Título, en los preceptos de las leyes que lo desarrollen y, especialmente, en el derecho al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la protección de la juventud y de la infancia.

Por tanto, hay derechos superiores a la libertad de cátedra, lo que hace que muchas veces resulte un término un tanto ambiguo. Pero no sólo hay límites en los derechos: también el curriculum establecido, como decíamos antes, acota esa libertad. Y nos parece lógico que sea así, puesto que el curriculum es una reflexión hecha ley y es suficientemente amplia, entiendo yo, para que quepan contenidos que responden a inquietudes personales del profesorado, sin que éstas entren en colisión con el respeto a la juventud e infancia. 

Pero el conflicto no era exactamente entre derechos superiores o genéricos. No, la pregunta iba por si había que obedecer a la libertad de cátedra o a un proyecto de centro. Y esta cuestión sí que es peliaguda, por la endeblez conceptual -y la ausencia real, tantas veces- de dicho proyecto. Y para entender esto, hay que echar un vistazo a la tradición española de los últimos cincuenta años, desde la LGE de 1970. 

El centro escolar del tardofranquismo sufrió un cambio importante con la LGE, que puso al día la educación basándose en una pedagogía conductista, en la ficha como soporte al trabajo intelectual del alumnado, pero manteniendo la figura del director como gestor nombrado por la administración al margen del claustro. Yo mismo sufrí las maneras de uno de aquellos hombres que atendían a pocas razones más allá del uso de la fuerza y de la humillación sistemática del alumnado. Atención, no quiero decir que todos los directores de la última etapa del franquismo fueran así, despectivos con el alumnado. Pero a mí me tocó uno convencido de su superioridad frente a los demás profesores y sobre todos los chavales que, en los setenta, cursamos la EGB.

En aquella época, hablar de proyecto de centro era una entelequia. Si acaso, los centros privados religiosos tenían su ideario. Los centros públicos (entonces conocidos como colegios nacionales) tenían su dirección, que marcaba las líneas de funcionamiento, aunque no las pedagógicas, que quedaban al albur -y a las luces- del profesorado. Los libros de texto completaban el círculo didáctico. Se daba lo mismo en Valladolid que en Castellón. Era una educación que tenía poco soporte legislativo. No existían ni en proyecto las autonomías, las consejerías de educación ni la hiperregulación que venimos sufriendo en los últimos años, de manera que hay que estar continuamente leyendo los boletines oficiales. 

Y no existía un afán diferenciador de unos centros con respecto a otros, al menos en la red pública de enseñanza. La democratización de la escuela, con la LODE, los Consejos Escolares y la elección de la dirección por parte de estos, sí modificó la vida escolar, aunque no todo fue maravilloso desde entonces. Llegó la LOGSE y dotó de autonomía curricular a una institución que no la quería. Los claustros que investigaban, que innovaban (de verdad, y no por modas) ya habían buscado un hueco organizativo y habían adaptado el curriculum a sus inquietudes.

El resto, no lo hizo. No se sintió motivado, no vio la necesidad de elaborar un proyecto curricular propio, un PCC que se consideró, en tantos casos, un requisito legislativo que "dejar en un cajón". Esta frase, lo recordaré siempre, me la dijo en público mi inspector cuando le pedí que se llevara a cabo el PCC. Sin cultura curricular de centro, sin voluntad de arraigar la educación en el entorno, se recurrió a copiar otros PCC que ya empezaban a estar en la red, y no se produjo, en tantos casos, ninguna reflexión digna de este nombre. Ni en CEIP ni en IES. 

Trabajo colectivo de alumnos de quinto sobre
acoso escolar, en el CEIP Josep Iturbi de Borriana
Pasó el tiempo, pasó la reforma, vinieron las contrarreformas (LOCE, LOMCE, con la LOE enmedio) y la escuela avanzó hacia la postmodernidad, como todo lo demás. Y se decidió que los candidatos a la dirección del centro presentaran un proyecto. Muchos de ellos siguieron la inercia de la época anterior y, parafraseando a aquel dictador que tuvimos, no se metieron en política (en didáctica ni pedagogía, en nuestro caso). Si la persona directora quería continuar sin sobresaltos, se seguía el consejo a rajatabla, salvo casos graves. La inspección siguió el mismo camino. Total, lo que pasa en las aulas se queda en las aulas.

En esas, llegaron las inteligencias múltiples, el discurso de las emociones y otras aportaciones de las que el profesorado ha oído hablar y que llevan el marchamo de lo nuevo, de la novedad que va a cambiar la manera de trabajar en las escuelas de una vez. Pero no. Hay un debate poco teórico y demasiado enraizado en las creencias, menos en las evidencias consistentes (esas que se invocan tanto y son tan difíciles de ver, en mi opinión). 

Por otra parte, algunos proyectos de dirección recogen ideas pedagógicas, buscan una línea de trabajo compartida. Yo mismo, en mis cuatro años de director, impulsé la lectura a todos los niveles, la educación ambiental, la apertura del centro al barrio y la participación en convocatorias de innovación. Y vi la dificultad que entrañaba conseguir sumar maestros al carro. Porque cada maestrillo tiene su librillo... y hay librillos muy deteriorados y poco actualizados, la verdad.

Y en esa tensión se inscribe la pregunta que daba origen a este artículo: ¿libertad de cátedra o seguir el proyecto? Ambos, pero negociando, cediendo, consensuando. Teniendo en cuenta que la libertad de cátedra está muy limitada por el curriculum (afortunadamente) pero sí que deja espacio para las metodologías distintas; ojo, no para los experimentos sin base. 

Y esperando que haya un proyecto de verdad, porque para cambiar la práctica de un centro, mejorar la vida del mismo, se ha de saber mucha pedagogía, bastante organización escolar y encomendarse a Hargreaves, Fullan, Fink y los españoles Bolívar, Contreras, Fernández Enguita, Pérez Gómez (Gimeno Sacristán se ha dedicado poco a temas de profesorado) y unos cuantos estudiosos más. Si no, la cosa se queda en fuegos de artificio. 

El DAFO puede estar muy bien planteado, lo cual sería un avance, pero también se necesita una ruta pormenorizada y flexible hacia la mejora. En caso contrario, se puede producir, por reacción, el enroque en lo de siempre, cada uno en su aula y el director en su despacho, haciendo papeles. 

No, no es fácil responder a esa pregunta inicial, tan ligada a la autonomía del profesorado. Ni solucionar los problemas de la educación con reformas verticales. Como diría Bill Clinton: Es la micropolítica escolar, estúpidos. Lo cual nos hace ser pesimistas: sin una base pedagógica sólida (no más inteligencias múltiples chachis), un proyecto educativo no se afianza ni cambia la realidad de un centro. Pero, ¿a quién le importa? 

2 comentarios:

  1. Excelente reflexión, Salva. Y que vale para otros entornos formativos, de un ámbito menos formal.

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  2. Muchas gracias, Iñaki. Eso espero, que pueda servir.

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