jueves, 25 de octubre de 2012

Imágenes de la organización escolar

Hace ya muchos años, cayó en mis manos una obra de Gareth Morgan, Imágenes de la organización (Ed. Ra-Ma, 1990) que me abrió un camino para la comprensión de las organizaciones a través de las metáforas -o imágenes- que se forman de ellas: así, la organización puede concebirse como una máquina, como un organismo, como una cultura; también como un sistema político, y, más sombríamente, como un instrumento de dominación o una cárcel psíquica. La lectura del libro de Morgan fue una recomendación de mi profesor Francisco Beltrán, recientemente retirado, a quien agradezco sus indicaciones, siempre acertadas. 
No es mi intención hacer una crítica de aquella obra, o una recensión. Si la menciono es porque sirve al propósito de este artículo, que no es otro que reflexionar sobre la organización escolar a través de imágenes que representan a la escuela. Algunas son más conocidas, otras quizás no tanto, pero todas muestran -a mi manera de ver- una capacidad descriptiva importante y contribuyen a la visión general, esa tan difícil de conseguir para los que estamos inmersos en una organización concreta. En principio, he pensado en tres imágenes, que se desarrollarán en varios artículos: la escuela como construcción, la escuela como centro comercial y, por fin, la escuela como industria. 
Antes de continuar, me permitiré contar una anécdota que sirva de antídoto a posibles reacciones ante las metáforas que utilizaré. En julio de este año, como quedó reflejado en este mismo blog, acudí a Santander para asistir a un curso magistral impartido por Zygmunt Bauman. En los tres días que duró el curso, el sociólogo polaco trató muchos temas, entre ellos la educación. Bauman se refirió a la educación de los tiempos líquidos utilizando una analogía ingeniosa. Para este autor, la educación moderna había sido un misil balístico, es decir, un proyectil cuya trayectoria estaba perfectamente delimitada desde su lanzamiento: debería seguir un camino hasta llegar al objetivo. Sin embargo, la educación actual se parecería más a un misil inteligente, que varía su recorrido en función de un objetivo móvil, al que se adapta continuamente. Creo que la comparación es útil, bien trazada. Se incluye en una obra breve, de 48 páginas, titulada Los retos de la educación en la modernidad líquida(1)  Y ahora viene la anécdota: después de explicar su visión de la educación como un trayecto fluctuante, comparándolo con un misil inteligente, un asistente, perteneciente, me temo, al gremio docente, preguntó, con gran preocupación: ¿No podría convertirse el misil en una paloma? 
Recordé, casi sin querer, la frase que dice que, cuando el sabio señala una estrella, el necio mira el dedo. Si todavía hay quien se escandaliza por usar en una metáfora un tipo de armamento, no sé si todos entenderán las imágenes que a continuación se exponen. Correré el riesgo, de todos modos. 
A partir de las noticias sobre el anteproyecto de reforma educativa, que ha sido ampliamente contestada en los foros sociales, he mantenido interesantes conversaciones con compañeros acerca del alcance de las reformas. En general, ha prevalecido la oposición a una reforma que empeora las cosas, sin ofrecer una mejora efectiva; más evaluación, como si eso supusiera una mejor práctica en los centros. Esa reflexión nos llevó a determinar que, sin cambiar la práctica docente, sin incidir en la misma, no hay reforma que funcione. Y ahí surgió la primera de las imágenes. 
I. La escuela como edificación. Supongamos que la escuela es un edificio que hay que construir. Los arquitectos -supongamos que son un equipo, no un solo profesional- buscan el terreno, diseñan los planos, consultan normativas anteriores para ver la adecuación del proyecto... en fin, hacen su trabajo. Las obras comienzan. Los arquitectos siguen proyectando, discutiendo detalles, reelaborando sus planes y sus planos. Pero nadie va a ver la obra. Los albañiles, dirigidos por capataces, construyen a partir de la interpretación que hacen de los planos que les han llegado. No hablan con los arquitectos, ni siquiera saben quiénes son. Los constructores saben su oficio, y omiten algunos detalles ornamentales, algunos cambios estéticos, incluso dejan sin abrir alguna entrada porque no les parece oportuna. El edificio se va construyendo. Los operarios dan mucha importancia, claro está, a la estructura, que asegura la estabilidad de todo el entramado. No les gusta hacer cambios, ellos llevan años en el tema y saben qué se traen entre manos. Los arquitectos, inquietos, siguen diseñando y mandando planos. El edificio se termina. Nadie ha ido a ver la obra. Una vez terminada, a alguien se le ocurre la idea de que se podría someter a la construcción a un examen de calidad, como las normas ISO. Y eso hacen: así sabrán cómo está el edificio. Una vez más, nadie va a ver el resultado de la construcción, las pruebas de calidad informarán por sí mismas, y serán interpretadas como verdad diagnóstica. 
Si en la vida real se funcionara así, ¿querríamos residir en un edificio construído de ese modo tan poco seguro? ¿Qué arquitecto no va a ver el desarrollo de las obras que ha diseñado? ¿Quién no corrige las posibles desviaciones, comprueba la calidad de los materiales y su proporción, para evitar un incidente futuro? ¿En qué se parecerán el proyecto inicial y el resultado final, es decir, la edificación?
Pues bien, la educación es un edificio que se construye sin supervisión efectiva de la administración educativa. Los arquitectos -es decir, los legisladores, quienes deciden y plasman en los diarios oficiales qué se ha de hacer, cómo y cuándo- y los arquitectos técnicos (los inspectores de educación) se dedican a diseñar planes, medidas de choque, proyectos de plurilingüismo o de escuela 2.0... que se han de desarrollar en los centros. Una vez publicados los planes en el correspondiente boletín legislativo, se piden los documentos correspondientes, que los centros han de entregar en plazo convenido. Y ya está: los maestros pueden seguir con sus rutinas, aplicando, si acaso, algún cambio superficial. Los administradores, por su parte, continúan en sus despachos acumulando estadísticas, programando pruebas diagnósticas, rezando para que PISA nos saque más guapos en la próxima foto. Algunos, por cierto, convencidos de su fealdad, prefieren no retratarse, y no se someten a las pruebas PISA. 
Se mantiene así el equilibrio de fuerzas. El precio de ese mantenimiento: la poca o nula eficacia de las reformas emprendidas, el descrédito de la inspección educativa, el inmovilismo metodológico y didáctico en las aulas, la sensación de abandono que cunde en los centros educativos, y el descontrol de la práctica -esto es, nadie controla de verdad lo que ocurre en las aulas, cómo se enseña y se aprende. Otros efectos perniciosos son la desmotivación del profesorado más innovador, que ve cómo la buena práctica difícilmente se reconoce desde instancias más altas, y el escepticismo generalizado entre los docentes ante las reformas legislativas, como la LOMCE que amenaza al sistema educativo.
Ante esta argumentación, se podría decir que la tarea de los arquitectos -de los administradores educativos- no es estar permanentemente en la obra, o en el centro. Por supuesto que no. Se trata de supervisar, de asesorar, utilizando para ello el conocimiento acreditado que se supone que poseen. En el caso de la arquitectura, nadie pondría en duda la capacidad de un arquitecto: el proceso de selección es tan exigente que el título universitario garantiza los saberes necesarios. 
En lo que se refiere a los inspectores, es de esperar otro tanto, aunque en este caso han llegado a esa responsabilidad por una oposición -o de manera interina- y su proceso de selección no asegura, a mi entender, una competencia pedagógica bien fundamentada.  Ésta no consiste en un manejo más o menos hábil de la normativa en vigor. El asesoramiento es otra cuestión; para conocer las leyes y disposiciones, ya está el boletín oficial, a un clic en la red. Asesorar es conocer para ayudar a la mejora, para erradicar prácticas poco adecuadas -cuando no completamente desfasadas, como la pedagogía del boli rojo, que hemos criticado aquí anteriormente.
Otra objeción que se puede hacer al tema del conocimiento de la práctica docente es que así se podría inmiscuir en la autonomía del profesorado. Sin embargo, autonomía no es falta de control ni irresponsabilidad -en el sentido de no dar respuesta de lo que se hace- sino un ejercicio ponderado de la profesión de enseñante. Y no veo cómo la ayuda razonada de alguien con mayor visión de conjunto puede interferir, para mal, en esa autonomía. Ahora hablamos de autonomía como antes se hablaba, pomposamente, de libertad de cátedra. En ambos casos, en la educación obligatoria, tenemos un curriculum prescrito que nos marca qué debemos tratar en las aulas. 
Por último, mencionaré algunas iniciativas que parecen sugerir un cambio de tendencia por parte de la administración. En las instrucciones de inicio de curso para inspección educativa de la Junta de Andalucía, se plantea la realización de una visita de inspección de los equipos de zona -según he podido saber, a un IES de Málaga han acudido cuatro inspectores- que buscan determinar la "situación real" de los centros, detectando sus puntos débiles y ayudando en su reparación. (2) 
Por otra parte, en las instrucciones recibidas por los centros educativos valencianos para el análisis y confección del plan de mejora a partir de las pruebas diagnósticas de 2012, se dan pautas sensatas y bastante completas para realizar dicho análisis y elaborar un plan coherente con el mismo. Además, se contempla el asesoramiento de la inspección, que podrá acudir durante el proceso, y que realizará, mediante visitas programadas, el seguimiento de las medidas adoptadas, así como su evaluación. (3) No es mucho, pero comparado con los años de abandono pedagógico que llevamos en el País Valenciano, me parece una medida acertada. 
Por ahí han de ir las iniciativas en inspección: por volver a pisar los centros, conocer a los docentes, explicar los aspectos normativos más complicados... Abandonar el perfil meramente burocrático y llegar a ser, en fin, una figura clave en el proceso educativo, y no, como hasta ahora en muchos casos -con honradas y valiosas excepciones- una mala copia del hombre invisible. 

1 comentario:

  1. Gracias por tu comentario. Leí el artículo que incluyes en su día, y no estoy de acuerdo con parte de lo que dices. Evidentemente, como ya demostró Crozier en "El fenómeno burocrático", y sabemos por la investigación sociológica, las organizaciones tienen unos fines propios, y también ocurre con el sistema educativo. La dificultad que encuentran los gestores superiores para que se apliquen las políticas que diseñan es mucha. Pero, al mismo tiempo, en una sociedad que preconiza el aislamiento, el individualismo, la superficialidad, acudir a un centro con otras personas y aprender a convivir me parece una práctica indispensable. Es verdad que las tecnologías permiten un acceso rápido y fácil al saber disponible, pero cómo interpretar, valorar, seleccionar ese saber, ha de aprenderse. Más que desmontar la escuela, evidentemente, creo que hay que facilitar su deslizamiento hacia otros cometidos que la sociedad demanda. Otra manera de actuar supone la pérdida de valor de la educación formal más allá de su capacidad, que todavía mantiene, de certificar estudios. Gracias otra vez por comentar.

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