viernes, 1 de mayo de 2015

Comunidad escolar: abrir puertas, alzar barreras

Muchos de los artículos de este blog tienen como origen conversaciones con compañeros, padres o alumnos. Hoy quiero reflexionar, a partir de distintas conversaciones con padres y madres de mi centro, sobre qué podemos ofrecer, desde la escuela pública -sin que suene excluyente ni enfrentado a otras opciones de escolaridad- a la comunidad escolar, esa amalgama cuyo propio nombre, en ocasiones, es más un ejercicio de voluntarismo que una realidad empírica.
Efectivamente, comunidad es un término que evoca otras épocas, cuando el espacio de socialización era reducido, cuando la familia, la aldea o el poblado constituían un todo que protegía a la vez que atenazaba y daba sentido a la existencia. De hecho, la sociología del primer tercio del siglo XX, con autores como Simmel (siempre poco reconocido, a mi entender), reconoce el fin de la comunidad y el paso a la sociedad como lugar de socialización. También Bauman, autor por quien siento debilidad por su lucidez en el análisis, reflexiona en su obra "Comunidad" sobre la búsqueda de seguridad en un mundo hostil, una vez perdida irremisiblemente la pertenencia a una comunidad real o, como diría Simmel, vital. 
Por tanto, la comunidad como tal queda reducida a grupos religiosos -en los que puede persistir con un sentido auténtico, no simplemente agregador- y también se aplica a espacios compartidos, aunque sea por obligación: la comunidad de vecinos, la comunidad escolar, comunidad de regantes... Es decir, grupos que comparten un interés común, aunque no sea voluntariamente: la propiedad de un piso en un edificio, la vecindad del campo de cultivo... o la asistencia a un centro educativo. Son comunidades forzadas, o forzosas. Conviene tenerlo en cuenta cuando se hace referencia a "comunidad" como un valor positivo (que sin duda tenía en un pasado premoderno). 
Creo que he sido un tanto pesimista. No era mi intención, sin duda. Pero conviene saber de qué hablamos cuando hablamos de comunidad escolar. Nos une un interés común, la educación de los más jóvenes. A nivel teórico y también debe serlo a nivel de práctica, tanto de docentes como de padres. Aunque esa práctica conlleve decisiones incómodas, en ocasiones. El desafío está, justamente, en construir comunidad, en sellar relaciones de pertenencia, en abrirnos al conocimiento mutuo. Como docentes individuales, y también como centro. Hoy me referiré más al aspecto individual, aunque el comunitario es cada vez más importante, en un régimen de zona única escolar. Los centros tienen identidad, aunque sea a su pesar. Pero de esto hablamos otro día.
En mis años de docencia, que ya son unos cuantos, he tenido algunos desencuentros con padres. Algunos muy desagradables. Pero son muchos más los buenos recuerdos, las muestras de agradecimiento, el respeto a mis decisiones y el interés por la marcha de sus hijos y del grupo. Y siempre pienso bien, a priori, de cómo va a ser mi relación con los padres del nuevo grupo que me toca. Esa buena disponibilidad conlleva ser accesible, poder dar cuenta de mis decisiones, pedir la colaboración paterna en actividades concretas y, a la vez, poder reconocer que alguna cosa no va bien, o que me he equivocado en un momento dado.
Escuela Municipal infantil de Berriozar (Navarra).  Más en
http://www.revistaplot.com/es/la-arquitectura-en-el-
ejercicio-de-la-ensenanza/
Las relaciones con los padres se basan en la confianza en la propia práctica docente; si esa confianza no existe, o está mermada, todo serán barreras. Se buscarán excusas para no hacer reuniones colectivas -nunca he entendido por qué esa desazón por hablar ante otros adultos- y se desactivarán, proporcionando sólo información burocrática que podría canalizarse por otros medios, como internet, circulares... o se pondrán a horas intempestivas para los padres que trabajan, y que no siempre pueden pedir permiso. Las reuniones individuales serán escasas, desganadas... u ocasión para reprochar lo que no se hace en casa. Por cierto, deberíamos pensar en cómo dar cierta igualdad a esas reuniones, en las que los docentes solemos sentarnos tras nuestra mesa de trabajo, y los padres ocupan silla de alumno. Mejor en una mesa compartida, con sillas igual de cómodas -a poder ser- y un espacio menos rígido.
Y por otra parte, si prima el interés del alumnado, su derecho a la educación, nos plantearemos defender ese derecho de manera efectiva, cuando los padres no se preocupen por facilitar el normal desarrollo del mismo. Me refiero, claro está, al absentismo, o la falta de actividad del alumnado en casa, que son los dos casos más frecuentes que nos encontramos en las aulas. Existe un protocolo para actuar ante estas situaciones, pero no estoy seguro de que se aplique siempre con la debida eficacia y meticulosidad. Y esto ocurre porque hay que recurrir, en muchos casos, a instancias externas al centro, normalmente los servicios sociales municipales. Y arriesgarse, por tanto, a un desencuentro con los padres, que pueden no entender la actuación del profesorado en defensa del interés infantil. Es una manera valiente de demostrar que somos profesionales de la educación, además de servidores públicos. Entendiendo nuestro papel desde la integración y la construcción de comunidad, no desde la desconfianza que convierte cada centro en un espacio hostil a la participación.

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