En un artículo anterior de este blog, abordábamos el tema de la comunidad escolar y su complicada relación con el profesorado, que en ocasiones no reconoce la existencia real de dicha comunidad, mas allá de la obligada coexistencia o, por expresarlo con un término más frío, cohabitación.
Hoy intentaremos ver cómo se sitúan los centros, en conjunto, en su entorno, y de qué manera se relacionan con los padres, sus principales interlocutores. Y eso nos lleva a hablar de la identidad de los centros.
Efectivamente, cada centro educativo, sea un IES o un CEIP, o un centro integrado, posee una identidad que es fruto de prácticas compartidas durante muchos años. Este carácter propio se consigue aun cuando los miembros del claustro no sean conscientes del mismo. Depende, eso sí, de la voluntad colectiva, ya que se desprende de sus acciones, de su relación con el entorno, de su capacidad de apertura, de su funcionamiento interno. Y esto ocurre incluso si la voluntad colectiva es anular lo colectivo: que el único consenso duradero sea la falta de consenso, es decir, una pretendida independencia de criterio que, en palabras de Gimeno Sacristán, se acerca a la anomia.
Normalmente, se simplifica el análisis polarizando entre la innovación y apertura, en un extremo, e inmovilismo y cerrazón, por otro. Los centros se sitúan más cerca de uno de los dos polos, aunque suelen pervivir prácticas de ambas clases en todos. Pero se impone el carácter compartido, definitorio del centro, que es tanto como decir de la mayoría del claustro con plaza definitiva en el mismo. O se está abierto a la novedad, y a compartir prácticas, o se mira con recelo cualquier iniciativa que no sea "lo que se ha hecho siempre". Y, desengañémonos, la relación con el entorno viene marcada, definida, por la urdimbre interna: si hay buenos lazos, fortaleza en la coordinación, eso se transmite al exterior. Pero lo contrario también trasciende. El centro, como tal, desprende sensaciones hasta conformar una imagen que, como decimos a continuación, puede ser bella o deforme, o indefinidamente anodina. Y no se trata de hacer cosas "para la galería", como se oye a veces en los claustros, sino de trasladar fuera del centro aquello que forma parte de la cotidianeidad del mismo, más allá de eventuales folklorizaciones (esta crítica se ha usado mucho en celebraciones como el Día Escolar de la Paz y No Violencia, por ejemplo).
En otras ocasiones, hemos utilizado metáforas clásicas para referirnos a la escuela: fábrica, edificación... En este artículo, queremos fijarnos en un elemento diferente. Nos referimos al mandala, el "círculo sagrado" (ese es su significado en sánscrito). El mandala busca, a través de la forma circular y del equilibrio cromático, transmitir una sensación de bienestar, de armonía que se manifiesta, sobre todo, en la acertada elección de colores y formas. La maestría del mandala radica en que el resultado, la suma de elementos estéticos, proporcione un conjunto equilibrado. Y, ¿no es ése el objetivo último de un centro educativo? No es, por supuesto, eliminar la diversidad, ni promover una falsa uniformidad. Tampoco exacerbar la diferencia hasta extremos que imposibilitan la acción conjunta. Un mandala bicolor puede ser fantástico, al igual que otros que utilizan gamas amplias de colores fríos o cálidos, por no hablar de colores complementarios, que nos suelen solucionar la papeleta de por dónde empezar... La destreza está en combinar, no en uniformizar. Y,¿quién decide los colores del mandala educativo? El "pincel" principal lo tiene el equipo directivo, que pone, quita, admite colores o se muestra entusiasta del gris. Pero sería desproporcionado darle toda la responsabilidad; cada profe puede ser un color, una forma, que enriquezca el resultado o, por el contrario, se obstine en aparecer como un borrón, un rayajo o, peor aún, un roto en el papel, imposible de recomponer.
Y, en ese mandala educativo, los padres y madres querrán poner su color, pintar algo, a ser posible de su propia cosecha, no impuesto por la autoridad educativa (o sea, por los docentes) que enriquezca, que ayude, que mejore la educación de sus hijos. ¿Les damos un pincel?
Efectivamente, cada centro educativo, sea un IES o un CEIP, o un centro integrado, posee una identidad que es fruto de prácticas compartidas durante muchos años. Este carácter propio se consigue aun cuando los miembros del claustro no sean conscientes del mismo. Depende, eso sí, de la voluntad colectiva, ya que se desprende de sus acciones, de su relación con el entorno, de su capacidad de apertura, de su funcionamiento interno. Y esto ocurre incluso si la voluntad colectiva es anular lo colectivo: que el único consenso duradero sea la falta de consenso, es decir, una pretendida independencia de criterio que, en palabras de Gimeno Sacristán, se acerca a la anomia.
Normalmente, se simplifica el análisis polarizando entre la innovación y apertura, en un extremo, e inmovilismo y cerrazón, por otro. Los centros se sitúan más cerca de uno de los dos polos, aunque suelen pervivir prácticas de ambas clases en todos. Pero se impone el carácter compartido, definitorio del centro, que es tanto como decir de la mayoría del claustro con plaza definitiva en el mismo. O se está abierto a la novedad, y a compartir prácticas, o se mira con recelo cualquier iniciativa que no sea "lo que se ha hecho siempre". Y, desengañémonos, la relación con el entorno viene marcada, definida, por la urdimbre interna: si hay buenos lazos, fortaleza en la coordinación, eso se transmite al exterior. Pero lo contrario también trasciende. El centro, como tal, desprende sensaciones hasta conformar una imagen que, como decimos a continuación, puede ser bella o deforme, o indefinidamente anodina. Y no se trata de hacer cosas "para la galería", como se oye a veces en los claustros, sino de trasladar fuera del centro aquello que forma parte de la cotidianeidad del mismo, más allá de eventuales folklorizaciones (esta crítica se ha usado mucho en celebraciones como el Día Escolar de la Paz y No Violencia, por ejemplo).
Mandala pintado por un alumno de mi curso de tercero EP |
Y, en ese mandala educativo, los padres y madres querrán poner su color, pintar algo, a ser posible de su propia cosecha, no impuesto por la autoridad educativa (o sea, por los docentes) que enriquezca, que ayude, que mejore la educación de sus hijos. ¿Les damos un pincel?
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