Los docentes, en general, solemos tener hallazgos inesperados en clase. Buenos y malos, más agradables o menos. Lo que ocurre en las aulas está abierto -afortunadamente- a la interacción humana, al descubrimiento, a la novedad, y sobre todo, a aquello que nuestros alumnos pueden aportar. Cerrar la puerta a estas aportaciones en favor de una voz unívoca -la del libro de texto, más que la del profesor, en tantas ocasiones- es un error que se paga antes o después. Los niños, los jóvenes, no pueden dejar a la entrada del cole sus vivencias, sus gustos, sus conflictos, su manera de ser.
En un afán uniformizador, la escuela tradicional intentaba disminuir las diferencias personales (sobre todo de carácter) y centrar la atención en el curriculum. Al mismo tiempo, tendía a diluir las diferencias de inicio -clase social, educación de los padres, acceso a bienes culturales- en una pretendida igualdad de oportunidades que convertía las desigualdades socioeconómicas en diferencias académicas. El planteamiento era éste: todos parten con las mismas oportunidades, pero algunos son más hábiles que otros, por eso se da la diversidad de resultados, unos van mejor y a otros les cuesta más. Es el conocido enfoque funcionalista de la educación, que obvia la parte externa de la vida del alumno, centrándose sólo en lo que ocurre en el aula. Y ese reduccionismo puede tener consecuencias negativas para el propio alumnado. A veces me pasman los rodeos que algunos docentes dan para no llamar a servicios sociales, como si esa tarea -recurrir a servicios externos- no entrara dentro de nuestras atribuciones profesionales. Sin embargo, somos conscientes -espero- que no es así: la escuela es un lugar privilegiado para detectar posibles disfunciones en la atención a los niños y jóvenes, y mirar para otro lado no es una opción.
Sabemos que las personas con las que trabajamos son indivisibles, es decir, no podemos sólo considerar una parte de ellas: lo que traen de casa, lo que viven allí, influye sin duda en su escolaridad. La escuela es el lugar de la diferencia, no de la uniformidad, aunque tantas cosas nos lleven a aplicar a todos la misma medición: controles, ritmos, tareas para casa... Pero nos estamos desviando del tema, como en tantas ocasiones, me temo.
Empezábamos hablando de los hallazgos que se producen en el aula frecuentemente. Este curso, para mí ha sido el uso y disfrute -más disfrute que uso- del diccionario por parte de mis alumnos de tercer curso de primaria. Soy consciente de que el diccionario ha pasado a ser una herramienta menos necesaria en la práctica diaria, puesto que los medios digitales permiten, con facilidad e inmediatez, saber el significado de una palabra. Los diccionarios en la red ofrecen un servicio que, sobre todo en casa, puede sustituir al tradicional libro de acepciones en papel.
En un enfoque uniformizador, se pedía que todos los alumnos compraran -o consiguieran- el mismo diccionario. Recordamos los de Vox, con sus tapas negras, o verdes, si eran de inglés. O los de Santillana, con más colorido y también tapa dura. Con esta práctica, se conseguía una única versión de la palabra buscada, repetida, eso sí, veintitantas veces. Muy útil no parece, la verdad. Además, si una palabra no estaba en el diccionario, no había alternativa: nos quedábamos sin saber su significado.
En mi caso, siempre he recomendado -a finales de tercer curso de primaria- la adquisición de un diccionario entre cinco distintos, dejando a alumnos y padres la decisión final, por el criterio que mejor se les acople: precio, formato, número de palabras incluidas... Además, si algún alumno tiene un diccionario distinto de un familiar mayor, puede traerlo y lo miramos, por si sirve. Así aseguramos dos cosas: un ejercicio de responsabilidad por parte de las familias, aunque sea menor, por una parte; y por otra, un mayor número de definiciones distintas de la misma palabra, con más acepciones, matices, ejemplos... que nos permiten comparar, indagar, seleccionar, aprender.
Y mi sorpresa ha sido que mis alumnos -la mayoría de ellos- se han entusiasmado con el uso del diccionario, y autónomamente han aprendido a buscar las palabras y lo hacen a menudo, sin que yo se lo pida, y vienen a la mesa orgullosamente, como quien ha conseguido un botín, enseñándome la palabra marcada con uno de sus dedos. Les encanta leer en voz alta las acepciones, y distinguimos cuál es la acertada en el contexto en que se usa. Al igual que con el préstamo de libros, las expectativas han sido ampliamente superadas, y, lo que no es poco, les veo disfrutar haciendo trabajo intelectual. Falta incorporar, es cierto, a algunos que todavía no se aclaran o no muestran tanto interés, pero tenemos otro curso por delante para conseguirlo. Y muchos compañeros suyos dispuestos a ayudar y tutorizar sus avances. Buen panorama.
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