Hace unos días, leía en el muy recomendable blog de Óscar Boluda (no se lo pierdan), un artículo sobre la obsolescencia programada y su aplicación a la profesión docente. Óscar trabaja en FP, pero su prosa es aplicable al ámbito educativo no universitario en su conjunto. En el citado artículo se reflexionaba sobre si la docencia también caerá como un trabajo obsolescente. Me recordó a un curso que dio hace años Alejandro Piscitelli sobre profesiones en crisis en la era digital: periodistas, impresores, publicistas y profesores eran las señaladas. Sin duda, el ejercicio de esas actividades se ve afectado por lo digital, las nuevas maneras de acceder a la información y de relacionarse entre personas que no comparten un mismo espacio físico.
Mi reflexión no va exactamente por ese camino, por la obsolescencia, sino por la resistencia al cambio que se observa en una gran parte del profesorado. Da igual de qué cambio se trate, metodológico, organizativo, laboral... Evidentemente, hay cambios que pueden suscitar rechazo, si conducen a la precarización del empleo, o suponen recorte de derechos -como que los interinos no cobren las vacaciones de verano a pesar de haber trabajado el curso entero- y es comprensible la oposición. En otros casos, se trata de cambios razonables o, al menos, asumibles. Sin embargo, como decíamos antes, no se dan fácilmente en los centros.
Un buen ejemplo puede ser el cambiar voluntariamente de curso, nivel (antes ciclo, en primaria) en que se imparte clase. Vemos que, en muchos centros de primaria hay profesores que siempre eligen los mismos cursos -antes ciclos- durante un montón de años. Son inamovibles. Lo mismo puede decirse de secundaria, donde la preferencia a la hora de elegir curso en que impartir la especialidad hace que algunos no salgan de las primeras edades de la ESO, y otros no las pisen más que en caso de guardia. Suelen aducir razones de experiencia, material acumulado, conocimiento de la edad y del momento de desarrollo de los alumnos... Razones todas que pueden tener sentido, sin duda, pero que no justifican, a mi entender, la permanencia ininterrumpida en un ciclo o en una edad. Tanto acomodamiento puede conllevar una rutinización, incluso una mecanización del trabajo docente, y como consecuencia una falta de aliciente y una evidente pérdida de perspectiva general del centro. Se podrá decir que la especialización en sí no en mala. Pero si somos maestros de primaria, o profes de historia, es lógico que conozcamos los distintos cursos y niveles, no sólo uno o dos de ellos.
En una conversación sobre este tema, mis compañeros decían que si se obligaba a un maestro a dejar una determinada franja de edad, podría trabajar a disgusto. Y en ese momento, no pude evitar recordar un texto de Mariano Fernández Enguita que refería la dificultad del profesorado para entender la situación de muchos padres, con trabajos eventuales, con la amenaza del despido, con una inseguridad laboral que los docentes con oposición aprobada -o con mucha antigüedad en el sistema- no conocen, o no recuerdan.
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En una conversación sobre este tema, mis compañeros decían que si se obligaba a un maestro a dejar una determinada franja de edad, podría trabajar a disgusto. Y en ese momento, no pude evitar recordar un texto de Mariano Fernández Enguita que refería la dificultad del profesorado para entender la situación de muchos padres, con trabajos eventuales, con la amenaza del despido, con una inseguridad laboral que los docentes con oposición aprobada -o con mucha antigüedad en el sistema- no conocen, o no recuerdan.
¿Por qué me acordé de la tesis de Fernández Enguita? Porque comparé, sin querer, la situación laboral de un docente funcionario, propietario definitivo de una plaza en un IES o CEIP, con otros trabajadores de otros sectores. Yo pensaba en tantas personas que han de cambiar de residencia para conseguir un trabajo, o han de aceptar un puesto por debajo de su acreditación profesional y lo hacen, les guste o no. En cambio, un funcionario de la enseñanza, con trabajo y plaza asegurados, con antigüedad en el centro, puede mantenerse en una repetición de nivel -antes de ciclo- o de cursos casi perpetua. Es decir, ningún cambio, más allá de los cosméticos que las reformas van llevando a cabo y, si es del caso, de los manuales de texto. Y sin pensar, por regla general, en el conjunto del claustro ni en el centro como conjunto: el "derecho" que da la antigüedad pesa más que todos los otros argumentos, incluida la deliberación sobre la justicia del status quo actual. ¿Puede imaginarse una postura más obsoleta?
Totalmente de acuerdo contigo. Y por no hablar de proponer cambios didácticos, como no usar libros de texto en algún área (algunos entraban en pánico ante la propuesta deno usarlo en Valores, con dos sesiones semanales). Por mala que sea una ley, y la Lomce lo es, los docentes podemos realizar una buena práctica si nos lo proponemos. A revés también ocurre.
ResponderEliminarPor supuesto que encontramos buena práctica en las aulas; creo que esa práctica es la que mantiene la esperanza en el sistema. Trabajar sin libro permite recuperar espacios de profesionalidad, decidir por uno mismo cómo articular el paso del curriculum al aula, y es sano hacerlo como experiencia al menos. Gracias por comentar.
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