Como cada cinco de enero, a Jorge le había
costado dormirse. Tras la cena con sus padres, su hermana Laura y algunos
invitados de la familia y amigos, había subido a su habitación entre tímidas
protestas, ya que quería permanecer un poco más en aquel ambiente festivo. Un
ambiente que no terminaba de entender, puesto que los mayores no esperaban
regalos el día siguiente, pero sí celebraban una buena cena con un estupendo
roscón final, que él había podido probar el primero, por ser –todavía- el menor
de la reunión. Así que, cuando su padre insistió, se fue a su habitación.
En la cama, recordaba la cabalgata que había
visto esa tarde, cómo había recogido caramelos colándose entre las piernas de
algunos adultos y de qué manera le habían sorprendido los malabares de algunos
acompañantes de los tres magos. Jorge ya tenía una edad en la que se
cuestionaba cómo era posible que los reyes llegaran a todas partes, en una
noche, y que hubiera cabalgata en la tele y en su pueblo al mismo tiempo. Pero
no quería, como tantos otros niños, descubrir toda la verdad. Algunos compañeros
de cuarto habían dicho cosas, sobre todo Raúl, que siempre quiere saber más que
los demás, sobre ese tema. Pero Jorge no tenía prisa por entender todo aquello
más allá de su vivencia personal, esa tarde en la cabalgata y una noche de nervios
y de un insomnio paradójicamente agradable.
Ya dormido, no pudo evitar soñar –los sueños
nos eligen, no al revés- con la vuelta al colegio, dos días después. Las
vacaciones eran un paréntesis extraordinario, sobre todo las de navidad, con
fiestas, reuniones con familiares a quienes veía poco, pelis en el cine… La
escuela era otra cosa. Jorge iba a cuarto curso, como ya hemos dicho. Nada más
volver de vacaciones iban a aprender a multiplicar y dividir por dos cifras,
algo complicado según les había dicho su maestra. Jorge era bastante
espabilado, y no tenía dificultad para entender las mates, ni las otras áreas.
Ese no era su problema.
En su sueño, Jorge se veía en el patio,
jugando con sus compañeros a fútbol, claro, ya que apenas jugaban a otra cosa
en la media hora que duraba el recreo. Y marcaba goles, y le felicitaban. Y
nadie le llamaba “orejones”, ni los mayores le estiraban de las orejas como una
broma que poca gracia le hacía a él. Poca no, ninguna. En su sueño, Jorge era
un niño con unas orejas pequeñas, casi diminutas, no las suyas que, ciertamente,
sobresalían un poco de la cabeza y le daban un aspecto distinto. Si por lo
menos, sus padres accedieran a que llevara el pelo más largo, se disimularía,
pero lo primero era la salud y, como había habido algún caso de piojos en
clase, Jorge llevaba el pelo cortito. Y los compañeros se metían con él, como
se suelen meter con quien tiene un aspecto que lo diferencia: con el que más
estudia, con el torpe al correr, con la más guapa, con los que se expresan con
dificultad… Tantas diferencias que se juntan en las aulas de cualquier colegio
y que conforman la realidad, necesariamente diversa, de un grupo de alumnos.
Pero a Jorge eso no lo consolaba, cansado
como estaba de que su nombre, tan sonoro, con dos jotas, apenas apareciera en
boca de algunos de sus compañeros, que lo llamaban “orejas” (cuando querían ser
amables). Jorge jugaba al fútbol, donde no destacaba ni para bien ni para mal, porque
quería estar con sus compañeros. A pesar de todo, o precisamente por eso, Jorge
quería ser aceptado, ser uno más. Raúl no se lo ponía fácil, ni Carlos, el
chupón y el que cortaba el bacalao en
el tema futbolístico. No hace falta decir que ambos chavales consideraban un
pasatiempo divertido fijarse en las orejas de Jorge, tratarlo con desdén,
mostrar su superioridad, al menos en el patio. Así que Jorge, a veces, prefería
quedarse en clase, diciendo a su maestra que no se encontraba bien, cosa que
era cierta, pero no en un sentido físico: no se encontraba bien en el patio,
que es el lugar donde se siguen reglas distintas a las de clase. En el aula, la
presencia de la maestra garantizaba un respeto, al menos formal, para cada
compañero. A veces, sin embargo, era la propia profesora quien, quizás sin
darse cuenta, ponía en evidencia a un alumno, como a Éric, que no hacía casi
nunca los deberes, o Petra, cuya letra provocaba dolores de cabeza a Marta, la
maestra de la clase. Pero aquello era debido a no trabajar, a no poner todas
las ganas. Jorge sí hacía todo, se esforzaba, incluso podemos decir que le
gustaba aprender.
En diversas ocasiones, Jorge había hablado
con sus padres acerca de este tema. Los padres habían intentado ayudarle,
habían conversado con la tutora, y sobre todo le demostraban que estaban a su
lado. Afortunadamente. La tutora intentaba, con buena voluntad, hablar a la
clase sobre la aceptación de los compañeros. Pero en el patio… allí había otras
reglas, como ya hemos dicho, unas reglas intemporales de abuso, menosprecio, exclusión…
No sólo eso, evidentemente. Pero algunos las aplicaban implacablemente sobre el
resto: los mayores siempre tenían razón, el fuerte dominaba a los débiles o
menos animosos…
Imagen del patio del colegio de Berriozar, Premio de Arquitectura Escolar http://struckarquitectos.com/escuela-infantil-en-berriozar-navarra/ |
Entre el profesorado, había también
diferencias. Maestros que intervenían siempre que se les requería ante un
conflicto, otros que disimulaban y que quitaban importancia, algunos que
directamente decían “No te puedo ayudar”. Algún profe consideraba que los
mayores tenían derecho a mandar, puesto que antes habían sido los peques y ya
les tocaba. Otros querían que las normas fueran para todos y todos los días. En
conclusión, Jorge muchas veces se sentía solo. Y, lo que es peor, aislado.
Por eso, su sueño era agradable: tenía éxito
en el patio, nadie se metía con él, todos le llamaban por su nombre, Jorge,
Jorge, Jorge…
Se despertó contento y nervioso: era la
mañana de Reyes y seguro que habría juguetes abajo, en el salón. Era temprano.
Además, aún faltaba un día entero para volver al cole.
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