Termina el primer trimestre, el más largo. En mi centro coincide este final con la jubilación de Ana, una compañera que ha cumplido sesenta años (aunque no los aparenta) y que acabó, por voluntad propia, el año 2017 en el centro. Nos ha dejado una lección de ganas, de profesionalidad y de vitalidad que, en verdad, echo en falta en gente mucho más joven y con más expectativas laborales -a priori- por delante.
Esta introducción, de carácter personal, me lleva a plantear varios temas. Uno de ellos, que parece haber caído en el baúl de los recuerdos, es el de la carrera profesional docente. Un itinerario plano, sin apenas alicientes, burocratizado y reducido, en la práctica, a acumular trienios automáticamente y sexenios con un poco de esfuerzo: la exigencia de justificar cien horas de formación permanente durante la duración del sexenio anterior, es decir, menos de veinte horas por año invertidas en actualizarse, asomarse a novedades metodológicas o simplemente compartir experiencias con otros compañeros en un seminario. Todavía recuerdo, por cierto, las reticencias de varios sindicatos docentes cuando se impuso este requisito y se desechó que las actividades extraescolares -las excursiones con alumnos- pudieran servir como horas computables para el sexenio. Es decir, los sindicatos oponiéndose a que mejorara la formación permanente.
En realidad, la carrera docente no tiene alicientes tangibles. A nivel funcionarial, si se consigue la categoría de funcionario de carrera, se aspira a tener destino cercano a casa -lógica y legítimamente- y, en tantos casos, a dejar pasar los años hasta la jubilación. Ese planteamiento, que ha hemos comentado aquí, presenta algunos matices en los que la motivación, la autoimagen del docente y su concepción de la educación -y de su trabajo- son fundamentales. Ante la falta de expectativas de mejora profesional, se puede caer en una cierta indolencia que viene favorecida por el ejercicio de una "autoridad débil", la de los equipos directivos, formados por compañeros, y la de inspección, demasiado alejada de los centros para ser tenida en cuenta diariamente. Creo que todos conocemos a docentes que se jubilaron mentalmente mucho antes de que llegara el momento de la jubilación administrativa. En esos casos, contar con estas personas en proyectos compartidos es difícil, por decirlo de manera suave. Esos profesores que encuentran un problema para cada solución, y que no necesariamente han de tener más de cincuenta años. Es una actitud mental.
Y la experiencia docente, que se valoraba mucho hace treinta años, hoy es vista con sospecha o, al menos, con cierto recelo. Dar clase mucho tiempo no asegura que se trabaje bien: hay que comprobar la práctica, hay que ver qué se hace. En ese sentido, estamos carentes de información objetiva. Y conviene proponer maneras de aprovechar los conocimientos valiosos derivados de la presencia en el aula. La colaboración con las escuelas de magisterio, por ejemplo, sería una forma. La tutorización efectiva de los nuevos maestros incorporados al funcionariado tras las oposiciones, otra. Y ambas remuneradas. Se me dirá que ya se hace. Pero yo me refiero a que sean premios (con perdón) a los que se pueda optar de manera abierta según unos criterios establecidos, más allá de la antigüedad. Reconocer a los mejores para que ayuden a los noveles.
Les constructeurs, Fernand Léger http://www.sothebys.com/en/auctions/ecatalogue/2013/ impressionist-modern-art-day-sale-n09036/lot.391.html |
Siguiendo con la carrera profesional, no se incentiva a aquellos que se forman más y mejor que los demás. No hace mucho, un compañero me comentaba que no estaba dispuesto a dar formación al resto de docentes sin un reconocimiento, ya que él se había formado invirtiendo tiempo y esfuerzo -y dinero- y esperaba que los demás lo hicieran también. Eso nos lleva al tema, un tanto impreciso, de la evangelización. Este fenómeno, al igual que en su origen testamentario, ha de empezar por los más cercanos: sabemos del poder de contagio que tienen ciertas prácticas y actitudes en los centros. Pero, atención, si la actitud es de superioridad, no de compartir con normalidad lo que se hace, se puede llegar al rechazo o a la indiferencia, por óptima que sea la práctica que lleva a cabo la compañera.
En cambio, una expansión de prácticas metodológicas a gran escala puede desembocar -no digo que siempre, por supuesto- en un vedettismo educativo que tampoco cambia las cosas, más allá de la satisfacción, o no, de escuchar a personajes en boga. Ese deslumbramiento, que en inglés suena incluso mejor, enlightment, no se produce con tanta asiduidad como podríamos pensar.
En cambio, nuestra compañera Ana ha dejado un buen hacer, una profesionalidad, unas ganas y unas destrezas que han provocado el reconocimiento unánime de los que hemos compartido con ella estos últimos años de su docencia. Todo el centro, pero en especial la biblioteca y el laboratorio, a los que dedicó sus sesiones no docentes durante los últimos años, notarán su ausencia. Estamos convencidos de que otros se harán cargo -se responsabilizarán- de que sigan funcionando tan bien. Al final, con una carrera docente tan plana como la que padecemos, el reconocimiento afectivo, un tanto indefinido pero verdadero, de compañeros, familias y alumnos, es lo que queda.
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